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30 años de autonomía: revisar los errores

Por JOSÉ RAMÓN SAIZ

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Se cumplen tres décadas de la entrada en vigor la Ley Orgánica del Estatuto de Autonomía que iniciaba el proceso de sustitución de las instituciones provinciales por las autonómicas y el nombre de Santander por el de Cantabria.  No fue un comienzo fácil. El primer  Gobierno nombrado por el presidente investido por la entonces Asamblea Regional, José Antonio Rodríguez Martínez, partió de cero ya que no existió preautonomía, al tiempo que el presupuesto para 1982 ascendió a siete mil millones de pesetas (poco más de 40 millones de euros), incluyendo el de la Cámara Regional que presidió en la etapa provisional Isaac Aja Muela. En este contexto, existía otro hecho significativo: apenas se dejaba sentir una conciencia del significado del autogobierno.

Sería poco comprometido, en las actuales circunstancias, escribir unas reflexiones sobre el valor de la autonomía en una etapa en la que gran parte de la clase política estimaba que tanto el concierto económico como el ejercicio de la autonomía resolverían nuestra grave problemática, especialmente en infraestructuras e industria. En el mapa autonómico diseñado, el encaje de la entonces provincia de Santander no era fácil, de ahí que la solución más acertada fue la de constituirnos en comunidad uniprovincial. Entonces existieron –como también hoy- detractores de la opción autonómica elegida que evitó que nos convirtiéramos en una diputación provincial más de la  extensa comunidad de Castilla y León.

El tiempo transcurrido invita a reflexionar con varias propuestas sobre la mesa: necesidad de acabar con las duplicidades y analizar alguna devolución de competencias al Estado, quizás este el tema más espinoso sobre el que anticipo una posición. Siempre defendí en los primeros años de autogobierno que más competencias significaba más autonomía. Hace tiempo que sostengo que este planteamiento es un error. Entiendo como competencias necesarias todas las que aporten consistencia al autogobierno y permiten impulsar un modelo de gobierno, considerando competencias no necesarias aquellas simplemente burocráticas que, además, generan déficit. En este análisis no puede obviarse otro dato irrefutable: si comenzamos la autonomía con la inversión real de sesenta pesetas por cada cien recaudadas, actualmente ese porcentaje se ha reducido en veinte puntos. En consecuencia, la tendencia a la burocratización de la autonomía con competencias desde luego no imprescindibles para un autogobierno eficaz, ha sido una medida en la que ha faltado el rigor necesario.

Sobre las duplicidades en las competencias –dislate al que se nos ha llevado- recuerdo esta frase de un alto cargo de una empresa pública autonómica: «Mi sueldo es público, pero no publicable» una opinión que resume el funcionamiento de un sector que se nutre del dinero que a estas empresas o sociedades públicas inyecta cada gobierno autonómico pero que escapa a los obligados controles a que está sujeta una Administración regional. Lo señalo porque la autonomía cántabra arrastra –cuando se cumplen treinta años- una maraña de más de sesenta empresas, fundaciones, organismos, entidades y entes de naturaleza jurídica variada en los que trabajan varias miles de personas, entre ellas muchos altos cargos que superan con creces el sueldo que por ley del Parlamento tiene regulado el Presidente y los consejeros. Un escenario que arrastra muchos números rojos y que se define en aquella frase impresentable –por responder a criterio totalitario- del anterior consejero de Economía cuando al referirse a los libros mayores de estas empresas justificó su negativa a entregarlos afirmando que primero tenían que ganar las elecciones en referencia a quienes los exigían. Se podría afirmar que hasta que este asunto ha estallado, no se tenía una conciencia sobre el estado real de los entes dependientes de la Administración regional que siembra dudas y alienta sospechas muy fundadas. La opacidad ha sido marca de la casa.

Cuando se inició en 1982 la autonomía sólo existía una empresa pública –Cantabria Turística, S.A, conocida por Cantur- al tiempo que se comenzaron a sentar las bases para crear una Sociedad de Desarrollo Regional.  Durante al menos veinte años de autonomía, las empresas públicas se mantuvieron en las imprescindibles, no más de ocho o diez. Pero todo ese laberinto empresarial creció de manera desmesurada en los años de bonanza, mermando recursos públicos y alimentando la suspicacia. No fue un fenómeno exclusivo de Cantabria, sino generalizado y aumentado en las distintas comunidades. Y en casi todas partes devino en un modelo covachuelista de vocación clientelar que, tras el estallido de la crisis, se utilizó, además, para sortear la capacidad legal de endeudamiento de las autonomías y para ocultar la auténtica dimensión del déficit. De esta manera, en Cantabria conviven sociedades con finalidades diversas, muchas de ellas con objetivos discutibles o, cuando menos, difusos. No se percibe un criterio claro que justifique la naturaleza jurídica de cada cual y, lo que es peor, abundan las duplicidades en competencia con otras áreas regionales, otras administraciones, además de chocar con la iniciativa privada.

La necesidad de transparencia viene siendo predicada insistentemente en los últimos tiempos. Gran parte de la clase gobernante ha prometido llevar a cabo una poda pues urge eliminar –como así dicta el sentido común- la duplicidad de servicios. En muchos casos, se precisa cortar por lo sano y dar paso –en lo que corresponda- a la iniciativa privada. Desde esta exigencia, la Administración pública tiene que acostumbrarse a desarrollar su labor con una normativa estricta. El problema es que buena parte de los responsables públicos no se conforman con administrar e inventan la necesidad de gestionar con criterios privados. ¿Para qué? Para saltarse las normas, premiar a los afines con el objetivo más que probable de recibir algo a cambio, castigar a los que se oponen a sus argucias e intentar forzar la voluntad de los ciudadanos independientes. Invocar la gestión es una falacia. No les compete actuar como si estuvieran en el ámbito privado, y cuando lo hacen, además de caer en la incompetencia, suele ser para otros fines no siempre ejemplares.

Desde hace algún tiempo se precisa poner a cada comunidad ante sus responsabilidades, ver cuál es el coste de los servicios irrenunciables y de dónde sale el dinero. Seguramente, habrá que cerrar empresas públicas, valorar si tiene sentido mantener todas las que mantenemos… a la vez que atreverse a plantear –a nivel de Estdo-  la revisión de los privilegios forales existentes. A todos nos irá mejor si el Estado abriera y liderara un debate sereno sobre las autonomías y sobre la gestión de las competencias de cada cual, sin claudicación ante  presiones.

Las competencias actuales de las comunidades autónomas entrañan una capacidad de gasto público que es el doble de la del Estado, lo que es insostenible para un futuro en el que nadie desea disminuir su poder político que, de entrada,  no justificaría la excesiva profesionalización de la clase política autonómica. Cada día se hace más preciso avanzar por la vía de la coordinación, la cooperación y el control como elementos indispensables del eficaz funcionamiento del Estado de las autonomías. En esta propuesta cabe, por supuesto, plantearse la devolución de competencias autonómicas al Estado, quizá ahora más que nunca, habida cuenta del colosal déficit en que han incurrido las comunidades autónomas y de la necesidad, perentoria y absoluta, de contener el gasto por parte del Estado en su conjunto. La pregunta, por tanto, es obvia: ¿Es dicha devolución posible, deseable y probable? La respuesta da para un debate, pero en términos estrictamente jurídicos, la devolución competencial sería completamente lícita ya que  bastaría con modificar los estatutos mediante la supresión de alguno o algunos de los preceptos atributivos de competencias para que éstas retornen al Estado.

Los frentes aquí abiertos permiten un gran debate de ideas y propuestas. Ante los retoques que precisa y exige el modelo autonómico, Cantabria necesita normas de juego claras e iguales para todos, al tiempo que fomentar la iniciativa individual para generar estímulos a la creatividad y al emprendimiento. Para esas ocasiones en las que toca dar el salto, hay una frase del reformista Maura que merece ser recordada en todo momento: «Gobernar no es despachar los expedientes, y ver pasar y caer las hojas del calendario; gobernar es tener un concepto perfectamente claro de lo que se persigue y una voluntad firmísima de llegar a lo que se quiere».

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