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CUARENTA AÑOS DESPUÉS DE CARLOS MONJE

Por JOSÉ RAMÓN SAIZ

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Se cumplen ahora cuarenta años de la toma de posesión de Carlos Monje Rodríguez (1937) como alcalde de Torrelavega. Fue el 31 de julio de 1974 cuando en un salón de actos repleto de público juró el cargo dentro del ritual de la época: fidelidad a los Principios del Movimiento Nacional y lealtad al Jefe del Estado, tal y como le fue requerido por el gobernador civil, Carlos García Mauriño, su principal mentor en la terna que semanas antes había elevado al ministro de Gobernación. Fue un acto propio de la etapa autoritaria: un alcalde nombrado a dedo, Jesús Collado Soto, cesaba. Otro alcalde, también a dedo,  era designado.

Carlos Monje Rodríguez, 37 años, técnico de Solvay, militante de Acción Católica y joseantoniano, según se definió, había nacido en Turón (Asturias) y jamás se le había pasado por la cabeza llegar a alcalde de Torrelavega. En su curriculum apenas unos datos de vinculación al régimen a través del sindicalismo vertical, además de ser padre de ocho hijos. Su mujer, Pilar, era hija de Rafael Velarde, el gran maestro que sucedió en la Escuela de Artes y Oficios a Hermilio Alcalde del Río, adornados ambos de valores humanos y de magisterio que siguen recordándose en la ciudad.

Alguna de las claves de su etapa -coincidente con el principio del fin del franquismo- se  encuentran en su discurso de inicio de mandato en el que afirmó que pertenecía a la generación del Príncipe y abogó por ser "puente" en la reconciliación del pueblo español, añadiendo una frase que vino a definir su mandato de dos años y medio: "Para los hombres de mi generación, los conceptos de patria, justicia y paz, solo adquieren un auténtico significado cuando se les acompaña respectivamente de unidad, amor, perdón y reconciliación". El valor de estas palabras solo puede percibirse desde el espíritu autoritario de una época en la que términos como perdón y reconciliación estaban casi proscritos  y, sin embargo, eran necesarios para una transición a la democracia.

Llegado a ejercer la alcaldía después de la larga etapa de Collado Soto que se extendió a lo largo de diecisiete años, entendió que el camino que le esperaba no era precisamente de rosas.  Desde ese convencimiento y de la necesidad de evitar el vacío que aparentemente dejaba la sombra alargada de su antecesor, Monje terminó su discurso llamando a “aunar esfuerzos y voluntades”, al tiempo que ofrecía a todos su colaboración: “la amistad es algo que no se puede imponer, pero sabed que ofrezco a todos con humildad la mía y que estoy dispuesto a ganarme con lealtad la vuestra".

De la biografía de Carlos Monje puede señalarse que en 1947 se instaló con sus padres en Torrelavega, iniciando el bachillerato en el Colegio de los Sagrados Corazones en el que permaneció hasta el curso 1949-50, año este en el que el centro suspendió por unos años la enseñanza media. El resto de los cursos, hasta 1952, los siguió en el Instituto Marqués de Santillana, iniciando al año siguiente su preparación para el ingreso en la Escuela de Peritos Industriales de Santander.  Después de una corta vinculación a Sniace y finalizar sus estudios técnicos, ingresó en Solvay en 1962, empresa en la que después de pasar por Martorell desempeñó la jefatura de  la oficina de estudios.

Comenzaba una etapa de la historia torrelaveguense que estuvo impregnada de valores necesarios para la transición a la democracia que Monje supo aportar y que, en una primera parte, culminaron con la petición de amnistía -en el pleno del 28 de enero de 1976- al Gobierno de Arias Navarro-Fraga, cuando todavía estaba caliente el cadáver de Francisco Franco.  Fue un empeño personal el impulso de esta moción que fue apoyada por el grupo más liberal de la Corporación y, en concreto, por los concejales Nilo Merino, Miguel Remón, Agustín González Álvarez, Ernesto Gómez, José Díaz, Juan Ramón Tirado, Ángel Berodia, Bonifacio Gutiérrez y Ramón Díaz-Bustamante. Fueron ocho votos contra cuatro. No se computó el voto de Remón, que ausente había dejado en un sobre para que se diera a conocer en el pleno.

Torrelavega se proyectó, de esta manera, como una ciudad adelantada -muy pocas en España actuaron en esa línea- en reclamar una medida necesaria para afrontar el cambio político, que siete meses después aprobaría el primer gobierno de Adolfo Suárez. Aquella petición de amnistía, como la decretada por Suárez el 30 de julio de 1976,  excluyó a ideologías violentas que atentaran contra personas e instituciones y  a los delitos comunes.

Monje permaneció como alcalde hasta noviembre de 1976, abandonando el cargo como muestra de rechazo a la decisión del gobernador, García-Mauriño, de ordenar el desalojo de los obreros en huelga de la construcción  reunidos en asamblea en la iglesia de la Asunción, una medida con la que no estuvo de acuerdo y que le horrorizó por lo que significó de atropello de derechos civiles con la entrada de las fuerzas antidisturbios en la iglesia y la expulsión a culatazos de los concentrados. En el régimen no se podía dimitir, pero Monje lo hizo y se marchó cuando el gobernador -que ya lo era Gabriel Peñaranda- encontró su sustituto en la persona del doctor Julio Ruiz de Salazar Irastorza.

No fue fácil su etapa de alcalde -el último del régimen de Franco y el primero de la Monarquía- como puso de manifiesto en su mensaje de las fiestas de la Patrona de 1976, cuando ya había presentado la dimisión a la autoridad que le designó. En aquella ocasión expresó su “esperanza en el logro de la pacífica convivencia que nos lanzan apremiantes los tiempos actuales y que con la clarificación de los cauces políticos se sepa bien claro quién sirve y quien se sirve”.  En este texto existía, además, un reconocimiento expreso para “todos aquellos, anónimos unos, conocidos otros, que día a día se esfuerzan en servir a la comunidad sin ánimo de lucro y sin deseos de revancha”. 

En una etapa en la que el cargo de alcalde se ejercía sin sueldo -Monje llegó a percibir ocho mil pesetas mensuales para gastos de representación- aquellos valores de dedicación generosa se echan hoy en falta. Pero no solo éste, sino también los de ejercer el cargo “sin hacer distingos de clases ni de colores desde la ley y la justicia”, como él mismo definió su tiempo político.

Ejemplo de alcalde honrado en el significado más extenso de la palabra, desde su humanismo ejerció una alcaldía abierta a todos en la que el diálogo comenzó a ser una norma de actuación. Una ética que debe ser valorada en tiempos de crisis de valores y de corrupciones. Sin duda, se puede mirar a un alcalde del autoritarismo para proyectar ejemplaridades y llamar a responder de sus actos a quienes se hayan aprovechado ilícitamente. Es inaplazable la palabra transparencia y que los partidos limpien sus casas y que las enseñen relucientes.

Parafraseando a Séneca y Cicerón, Carlos Monje prefirió molestar con la verdad que corromperla con el silencio. Resulta inadmisible -antes y ahora, en autoritarismo y en democracia- exigir fidelidad inflexible, obediencia adicta, sumisión enfermiza, como si fueran lealtad. Las personas tienen que sentir que pueden decir lo que piensan y que logran expresarlo libremente. Así cumplió Carlos Monje.  

Escritor. Doctor en Periodismo.

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