INDEPENDENTISMO CATALÁN: TRAMPAS E INCOMPARECENCIAS
Por JOSÉ RAMÓN SAIZ
A pesar de los agoreros de todo y para todo, soy de los que piensan que España no es el primer país del mundo, y ni siquiera de Europa, que se ha asomado en este tercer milenio al abismo de su propia desintegración. Estamos lejos de tal posibilidad, aunque los cantos de independencia de Cataluña sean insistentes, no tanto de la sociedad civil como sí de sus partidos secesionistas. Desde su victoria relativa, se ha optado por la extravagancia de que a la secesión se la denomine «desconnexió democràtica» y que la abierta rebelión contra el Estado se agazape tras falsarias llamadas a un proceso «participatiu i obert», lo que no cambia la dura y desnuda realidad del hecho consumado: la decisión unilateral, al margen de la ley, de un Parlamento autonómico que basa su legitimidad en la misma Constitución que ha violado.
Apelando al sentido común, creo que existen argumentos para afirmar que lo del Parlamento de Cataluña representa una manera ridícula de oficializar la tragedia de la secesión, un análisis que parte de hechos constatables. Si bien las urnas ofrecieron una mayoría parlamentaria para proclamar esa virtual ruptura, no parece haberla para formar gobierno, es decir, existe mayoría para la huida hacia delante y no para algo tan evidente como un gobierno que dirija el contenido de la moción. En consecuencia, no existe la cordura más elemental con un Parlamento sedicioso que otorga un mandato a un Gobierno que no existe para que inicie el recorrido por un camino que tampoco existe. A esto se puede llamar, sin medias tintas, una auténtica payasada, aunque el hecho no permita frivolizar cuando puede generar serias consecuencias.
Los gobernantes y la mayoría independentista, parecen obstinados en poner en riesgo un autogobierno del que nunca gozaron en derechos y competencias. Se trata de un camino hacia el abismo porque choca con la Constitución y se sitúa al margen del orden europeo. Bajo ninguna circunstancia la Unión Europea podría aceptar que uno de sus miembros se proclame ajeno a sus leyes. Desde la firma del Tratado de Roma en 1957, jamás ha ocurrido cosa parecida en Europa, ese ideal europeo que los catalanes representaron eficazmente como gran esperanza de todos en tiempos de autoritatismo en España.
Pretender como intentan quienes respaldan una atolondrada hoja de ruta para llegar a la independencia con triquiñuelas legales, con ridículos y calculados procedimientos en un Parlamento que en lo que representa en el Estado no es más que el nuestro, el de Cantabria, y sin que los promotores de la secesión asuman el más mínimo peligro, deja clara la cobardía de quienes lo lideran. Pero al mismo tiempo que acuerdan desconectarse de España, demuestran ser incapaces de pactar una gobernabilidad institucional, una exigencia en la que pincha en toda su dimensión el reconocido seny catalán. En la otra parte, se viene demostrando -al menos desde que hace un año se sacaron las urnas a la calle en una consulta no democrática- la incapacidad de buscar salidas apelando a algo tan esencial como las garantías constitucionales. Todo ello, nos parece, representan inhibiciones que no se merece el pueblo español ni su democracia, por muchas imperfecciones que ahora mismo presente.
Es imposible entender que un presidente con el apoyo de entidades cuyos dirigentes buscaban ansiosamente un lugar en la política, pongan en riesgo el Estado de las Autonomías y la amplia corriente de movilización social en favor del autogobierno catalán. Con la aprobación de la moción separatista, nada que merezca la pena en un Estado de Derecho se refuerza y el conjunto social sale perdiendo. Sólo los diputados de la Candidatura de Unidad Popular -antisistema y cercana al anarquismo- han focalizado su éxito con tan sólo diez escaños y el ocho por ciento de los votos, encontrando en los partidos tradicionales -Convergencia y Esquerra Republicana- una estrategia sumisa que saben bien que no es lo que votó la ciudadanía.
Si hemos llegado hasta aquí es porque no se ha sabido parar en tiempo y forma la deriva que se vive, con un embate independentista que ya ha pisoteado la legalidad institucional. Sabemos, sí, que la ley solo puede caer en favor de la Constitución y los constitucionalistas, pero esta batalla incruenta ya ha sido ganada, en parte, por los soberanistas. Es cierto que no porque hayan jugado correctamente sus bazas, sino por trampas e incomparecencia del adversario.
Ante lamentables inhibiciones, los soberanistas han hecho uso de las instituciones para romper el Estado, una sucesión de hechos desde hace dos años que no exime de responsabilidad al Gobierno de la nación que ha despilfarrado el tiempo de la política sin efectuar un solo movimiento, esperando que ocurriera algo que siempre debió evitarse. Agazapado al amparo de las togas, a la espera de descargar el martillo pilón del artículo 155 de la Constitución, resulta especialmente sorprendente que se pretenda sofocar ese incendio sin levantar nunca la voz.
En la colisión nefasta hacia la que avanza la autonomía catalana, todos podemos salir perdiendo. Por loca que pueda parecer en el caso de una España plenamente democrática la aventura de alcanzar la independencia atropellando las leyes, siempre será una opción al alcance de tramposos y desleales. Pero quienes la inician deben saber siempre que se exponen a un grave riesgo si fracasan. Toda aventura hacia el rupturismo debe ser evitada, partiendo de que no es posible aceptar que un Parlamento regional entre en colisión con el Estado. En unos y en otros, en todos por el bien de España y desde el protagonismo de Cataluña -que no son los 72 votos rupturistas- es necesario que se imponga la inteligencia y ceda el egoismo del independentismo.
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