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De vuelta a casa

Por JUAN IGNACIO VILLARÍAS

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   Vuelvo, después de diez años, a mi casa de toda la vida. La sólita plaza del mercado, antes plaza del General Mola, ya no mola ese nombre, por lo visto, en esta época de cambio. Cambia la vida y cambian las costumbres, cambian los nombres de las calles, pero la luna por la noche, vista desde los ventanales, por encima de las cúpulas de la lonja del mercado, sigue siendo la misma.
   La tienda de ultramarinos que ocupaba los bajos de mi antigua casa es ahora un bazar de chinos. El zapatero remendón de enfrente, ¿cuántos años llevará ya criando malvas? En su lugar, una tasca de lo más ramplón.   
   La plaza poco ha cambiado, los viejos edificios son ahora todavía más viejos, ¿se podrá decir que son los mismos? Si resulta que, como dijo el otro, no se puede entrar dos veces en el mismo río, ¿se podrá por segunda vez entrar en el mismo edificio? Eso es tema para filósofos, me digo, y sigo adelante con mis devaneos vanos.
   Aquel pollo pera que vivía en la vecindad, el ligón barato de discoteca, el castigador sin piedad, algo mayor que yo, me dicen que ya dejó de hacer sombra, sin haber llegado al medio siglo de su edad. ¿Qué le pasó? Llevaba mala vida, por lo que me dicen.
   – Es que para morirse lo único que hace falta es estar vivo.
   Cualquiera que sea en un momento determinado la edad de un sujeto, ya viejo, ya mozo, y que todavía dé número a los vivos, lo que tiene que hacer es pedir prórroga. ¿A quién? A la naturaleza. ¿Cómo? Pues llevando una vida sana y ordenada. ¿Vale más una vida larga y aburrida, que no una breve pero intensa? A saber. Se tendrá que poder, se me ocurre a mí, vivir mucho y a gusto, o dicho de otro modo, no veo por qué la extensión de la vida tenga que excluir la intensidad, o que intensidad y extensión tenga que ir en proporción inversa.
   Los que me reencuentran en el pueblo no se van sin preguntarme qué tal por aquellas islas lejanas.
   – Tenerife es sensacional, magnífico, espléndido, aquello es maravilloso, aquello es divino…
   Aquél con quien yo hablaba esperaba de mí que rematase mi discurso diciendo, más o menos: “Y no como este pueblo de mierda.” Mas en vez de eso, lo que dije fue esto otro, bien distinto:
   – Pero, ¿quieres que te diga una cosa? Como Santoña no hay nada.
   – En Canarias, las flores sin olor, las frutas sin sabor, las mujeres sin pudor, y los hombres sin honor.   
   Ante lo severo y aun censorio de mi mirada, el otro se apresuró a dar aclaraciones.
   – Eso no lo digo yo, lo dijo un señor de Bilbao.
   – Es que ésos de Bilbao son la órdiga. ¿Y no tiene nombre ese lenguaraz?
   – Se llamaba, pues ya dejó de hacer sombra, Miquelchu de Unamuno.
   Yo me quedo medio pasmado, o absorto, mejor dicho, en el banco de listones sentado, la vista levantada, mirando a las frondas de los árboles municipales de la plaza mayor. “¿De qué me suena a mí ese nombre?”

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