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EL CUERVO

Por JUAN IGNACIO VILLARÍAS

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  El Cuervo, con mayúscula, pues de un nombre propio se trata. Se llamaba Manuel, como todo el mundo, y si hablo en tiempo gramatical pretérito es porque el antedicho ya dejó de hacer sombra.

   Pero para todo el pueblo era el Cuervo, por mal nombre. Repolludo y renegrido, pelo negro y crespo, de pocas palabras y de pocas luces, no se entendía lo que decía, pescaba muergos en la bahía, caminaba con impedimento y le gustaba el vino. Los concursos de feos que se convocaban con motivo de las fiestas patronales de la Virgen del Puerto se los llevaba de calle, los ganaba todos de manera invariable y casi se puede decir que sin oposición, no tenía rival, hasta el punto de que a los últimos concursos sólo se presentaba él, ¿para qué se iba a presentar nadie más, sabiendo que no había manera de superar a tan invencible rival?

   Cuelga de la pared de un bar del pueblo un retrato suyo al óleo, ya son ganas de desperdiciar lienzo y pintura en un modelo con semejante estampa. A saber quién le pintó, a saber quién le encargaría y con qué finalidad. Algún pintor costumbrista y extravagante, como aquéllos del Siglo de Oro, que no se desdeñaban de pintar mendigos, bufones, enanos, lisiados, y demás especímenes humanos desechables.

   Venía yo un día por la carretera vieja en el viejo coche, es que yo nunca compro coches nuevos, sino de segunda mano siempre. Ya sabemos que no va a ser lo mismo un automóvil flamante, recién salido de la fábrica, que otro mandado retirar por el anterior dueño, pero es los ya usados salen muchísimo más baratos, ni punto de comparación. Del gasto, el menos, yo siempre lo he dicho, y un coche es un gasto, no una inversión. Venía yo con mi joven esposa, la niña de un año y pico en el asiento de atrás, cuando de pronto en un cruce, a una docena de quilómetros del pueblo, ahí veo al mismísimo Cuervo en persona dándole al dedo pulgar.

   Según el reglamento local no escrito, cuando un conductor ve por la carretera a alguien del pueblo solicitando plaza en el coche que pasa, es de obligación parar y recogerle, y eso se viene cumpliendo más o menos sin variaciones excepcionales desde que hay automóviles particulares. De modo que paré al borde de la carretera y le indiqué al Cuervo que abriera la puerta trasera y entrara, lo cual puso por obra sin más trámites. La niña, en cuanto le vio entrar, se llevó un susto de muerte, se puso a llorar y no paró hasta que llegamos a Santoña y se volvió a abrir la puerta del coche, esta vez para que el Cuervo con su torpeza habitual saliera a la calle liberadora de terrores infantiles.

   Muchos son los definidores que han intentado definir la belleza. Yo no saco otra conclusión sino la consistente en ponerme a cogitar que la belleza es algo subjetivo y determinado por el común de la gente opinante, de acuerdo con no se sabe qué criterios personales. Los cánones de belleza se aceptan de consuno y se establecen de forma convencional. Se ha dicho hasta la saciedad que la belleza física es la armonía de las formas. Pero es que entonces cabría preguntarse qué es la armonía, y qué formas son armónicas y por qué, y cuáles no lo son y por qué no. ¿Por qué tales formas consideramos bellas, por qué, por el contrario, la consideración de bellas no se la adjudicamos a otras formas distintas? No acierto a explicarme dónde está el criterio justo para determinar la belleza y su contrario. Y es que además los cánones de belleza de las formas humanas no son uniformes e igualmente de todos aceptadas, y es que encima van cambiando con los distintos tiempos y siguen cambiando, ya sea de manera cíclica, o lineal y ad infinítum, que en eso ahora no voy a entrar. Lo que antes se consideraba bello en la figura humana, hoy ya no tanto, y viceversa. La belleza en sí misma no puede ser variable, lo que varía son los gustos subjetivos. Luego la belleza, pensaba yo, no es sino una apreciación nuestra. La belleza, por tanto, es siempre subjetiva, está por tanto en el sujeto que la contempla; nunca objetiva, no puede estar realmente en el mismo objeto.

   Pero cuando la niña de año y medio se puso a llorar asustada al ver entrar de repente al Cuervo, comprendí que sí tiene que haber en la naturaleza formas de belleza objetiva e inmutable.

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