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LA "BACANAL" DE CAJA MADRID REMUVE LOS CIMIENTOS DEL SISTEMA POLÍTICO

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QUINCE MILLONES Y MEDIO DE EUROS  dilapidados en apenas diez años (entre el 2003 y el 2012) por un grupo de privilegiados, duchos en desfachatez. Ochenta y tres consejeros y directivos que se dieron la gran vida a costa de una entidad -primero Caja Madrid y después Bankia- a la que llevaron a la ruina con su desastrosa gestión y que a punto estuvo de costarle al país la bancarrota. Lo evitó un rescate a la desesperada. La factura para el contribuyente: 23.000 millones. Esto es lo que ha habido en lo que se considera una "bacanal" que está removiendo los cimientos hasta del mismísimo sistema político que afecta a partidos, sindicatos, empresarios e, incluso, a la Casa del Rey.

La gran vida

No se privaron de nada. Ni siquiera cuando aparecieron las vacas flacas. Porque en el 2012, con el país ya aplastado por la crisis, ellos seguían entregados a su particular bacanal. Es más, al margen del aire que le daban a esa visa sin control que guardaban celosamente en la cartera, sus sueldos continuaban siendo la envidia de la inmensa mayoría de los mortales. Solo una cifra: entre el 2007 y el 2010, en pleno huracán financiero, una quincena de directivos de la entidad cobraron casi 68 millones de euros en salarios. Por no hablar de los 62 millones que obtuvieron en créditos y avales al menos 34 de los involucrados en este vergonzoso escándalo. Y, sin contar las dietas de hasta 10.000 euros al mes que sumaban algunos consejeros.

Una invitación al abuso

Miles y miles de euros en hipermercados, joyas, ropa, complementos, vino, puros, armas, viajes, safaris, hoteles de alto copete, balnearios de lujo con campos de golf, masajes, entradas de cine, restaurantes de prestigio, discotecas, ropa, alcohol... Las tarjetas fantasma lo aguantaban todo. Hasta lotería (a alguno ni siquiera le bastaba con lo que ya tenía). Y dos millones de euros retirados en efectivo de los cajeros para no dejar rastro de la tropelía.

En la entidad no se pedían justificantes. Los gastos no se declaraban. Lo único que había que hacer era no pasarse de la raya: 25.000 euros al año y 50.000 en el caso de un puñado de privilegiados, los vip entre los vip: presidente y vicepresidentes, incluidos. Ese era el trato.

No había nada escrito que plasmase las condiciones de tamaña prebenda. Todo era de palabra. Impunidad y dinero a espuertas. Miel sobre hojuelas. Entonces, ¿a santo de qué cortarse? Aquello era una invitación al abuso en toda regla.

Y todos la aceptaron. Bueno, todos no. Cuatro personas tuvieron en sus manos la visa del gratis total a costa de una caja moribunda y no hicieron uso de ella. Merecen, desde luego, ser mencionados: Félix Manuel Sánchez Acal, consejero de Caja Madrid por UGT, ya fallecido; los directivos Íñigo María Aldaz y Esteban Tejera, y Francisco Verdú, consejero delegado de Bankia. Este último -imputado en la causa que se sigue en la Audiencia por la venta de preferentes y la salida a Bolsa de la entidad- ni siquiera llegó a activarla. En la lista de los que gastaron sin control los hay de todos los colores: 27 designados por el PP, 15 del PSOE, cinco de Izquierda Unida, once sindicalistas (seis de Comisiones, cuatro de UGT y uno de la Confederación de Cuadros) y cinco de la patronal.

¿Cómo es posible que todos se prestaran a participar en la trama? ¿Por qué nadie levantó la liebre? Solo evocando otra vez esa sensación de impunidad que todo lo embargaba es posible entenderlo. Y ¿por qué invitar a todos a la fiesta? Sencillamente, porque era una fórmula perfecta para comprar voluntades y garantizarse obediencias. Las actas de los consejos de administración hablan por sí solas: aquello era una balsa de aceite.

Y porque quizá pensaron que si todos estaban en el ajo, nadie lo denunciaría. Confiaban en que aquello nunca se sabría.

El principio del fin

Pero, las vacas gordas se esfumaron. Y Bankia, al borde del colapso, tuvo que ser intervenida. Corría mayo del 2012. Y llegaron los nuevos gestores. Al mando, José Ignacio Goirigolzarri. Con la carpeta repleta de tareas. Su objetivo: enderezar la entidad. Lo primero: bucear en las cuentas hasta llegar al fondo. Una exhaustiva auditoría interna que lo escudriñara todo. Y, en esas andaban cuando se toparon con el rastro de las tarjetas, ocultas durante años.

Decidió entonces Goirigolzarri encargar a una firma especializada que realizase un análisis pormenorizado de lo que habían descubierto. El informe de Herbert Smith Freehills llegó a la mesa de Goirigolzarri a mediados de junio pasado. Aquello que el presidente tenía en las manos era una bomba. El revuelo iba a ser mayúsculo. Poco después, el documento llegaba hasta las oficinas del FROB, principal accionista de Bankia. Y este lo puso en conocimiento de la Fiscalía. A partir de ahí, el escándalo.

La salida a la luz de toda esa podredumbre se ha saldado, de momento, con un rosario de dimisiones de políticos, empresarios y sindicalistas que ocupaban alguna responsabilidad en sus organizaciones -entre ellas la de Rafael Spottorno, el último jefe de la Casa del Rey con Juan Carlos primero y consejero privado de Felipe VI-; y la devolución, por parte de unos pocos, de una mínima porción del dinero que gastaron a manos llenas.

Cita con el juez Andreu

Eso, y lo más importante, la imputación de tres de ellos: los expresidentes de la entidad Miguel Blesa y Rodrigo Rato -también primer presidente de Bankia- y el ex director general de la caja, Ignacio Sánchez Barcoj. El primero, con un sueldo de 3,5 millones de euros anuales, se gastó 436.700 euros (entre ellos, casi 23.000 en vino, 10.000 en un safari en África, 2.000 en joyas y 86.000 en retiradas de efectivo). El segundo, 99.000. Entre otras cosas, adquirió joyas, lencería y menaje del hogar por 8.000 euros; retiró 15.770 en efectivo, buena parte de ellos en vísperas de su dimisión; y gastó 3.547 euros en bebidas alcohólicas en un solo día.

El próximo jueves rendirán cuentas en la Audiencia Nacional ante el juez Fernando Andreu, que investiga la fusión y salida a Bolsa de Bankia y -en una pieza separada- la venta de preferentes. Porque, mientras los ahora en la picota se llenaban la cartera a costa de una caja en quiebra, no tuvieron escrúpulos para esquilmar los bolsillos de miles de incautos ahorradores, a los que colocaron complejos productos financieros, abocándolos a un callejón sin salida.

Rato y Blesa todavía no han abierto la boca. Barcoj sí. Para sacudirse las culpas y cargarle el mochuelo a sus jefes.

También han hablado estos días otros de los agraciados con el privilegio. Y lo han hecho para decir que pensaban que todo era legal. Que no declaraban los gastos porque en la caja les decían que ya se encargaban ellos de pagarle a Hacienda. Mantienen los de la prebenda, además, que la Agencia Tributaria lo sabía todo. Y también el Banco de España y la Comisión Nacional del Mercado de Valores. Mientan o no, lo cierto es que los controles fallaron. Estrepitosamente. Como tantas otras veces a lo largo y ancho de esta crisis.

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