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LOS YIHIDISTAS, ENEMIGOS DE OCCIDENTE Y DE LA LIBERTAD

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A no ser por una alambicada combinación de intereses geopolíticos que me confieso incapaz de desentrañar, no sé a qué esperan las potencias occidentales para poner fin a la barbarie desatada por el autodenominado Estado Islámico. Reconozco que para extirpar el terrorismo yihadista, máxime cuando extiende sus tentáculos por países de diversa condición y credo, no sirve la guerra convencional. Pero esa dificultad no impide, que yo sepa, aplastar su cabeza, definida e identificable en un territorio que cabalga a lomos de la frontera entre Siria e Irak.

Cuanto más dure la pasividad, más personas serán degolladas ante las cámaras de televisión. Cuanto más se alargue el rosario de condenas retóricas, más tesoros arqueológicos, que durante milenios soportaron guerras y saqueos, serán demolidos por el bulldozer del fanatismo. Cuanto más se prolongue el debate sobre el origen del mal, más Charlie Hebdo habrá y más mercenarios pasarán a engrosar las huestes del califato del terror. La inacción suele tener un coste muy elevado. ¡Cuánta tragedia nos habríamos ahorrado en su día si las potencias occidentales, medrosas tras el parapeto de la no intervención, hubieran aplacado a tiempo las ansias expansionistas de Hitler!

Mientras sellamos pactos antiterroristas de andar por casa, el yihadismo avanza. Su último atentado, con un saldo provisional de 22 muertos, prueba que sabe combinar a la perfección táctica y estrategia. Su propósito en Túnez era el de apagar los últimos rescoldos de la primavera árabe. Una efímera revolución laica que prometía extenderse por todo el mundo árabe, cuyo detonante fue la protesta de un vendedor ambulante que se empapó de gasolina y se quemó a lo bonzo, y de la que solo queda en pie a día de hoy la recién estrenada democracia tunecina. Un sistema débil y amenazado, aún en transición, para el país que más muyahidines aporta al Estado Islámico.

Pero no nos engañemos. Aparte de la primavera árabe y sus brotes de libertad y laicismo, los tres grandes enemigos del yihadismo son el imperialismo yanqui, el cristianismo y la civilización occidental, independientemente de lo que entendamos por cada uno de esos conceptos. Y su objetivo final consiste en abatirlos y sustituirlos por un régimen teocrático de corte medieval -la sharia- que sumiría a la humanidad en la noche de los tiempos.

Ante esa amenaza global, me declaro incapaz de entender los matices, vengan de la derecha o procedan de la izquierda, o de comprender a quienes abogan por agotar las vías políticas o diplomáticas. ¿Qué se puede negociar con el fanatismo? Creo que Occidente tiene parte de culpa en la génesis del Estado Islámico, particularmente la invasión de Irak en el 2003, que, al margen de las tropelías de Sadam Huseín, desbarató el Estado laico, rompió los delicados equilibrios de la región y desató una guerra civil de carácter religioso. Pero el error, si lo hubo, ya no tiene remedio. Lo que cumple, ahora, es poner coto al horror.

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