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EN RECUERDO DEL ÚLTIMO HÉROE NACIONAL

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EN ESTAS HORAS DE HACE 39 AÑOS Adolfo Suárez ya era presidente del Gobierno de España y en su casa de San Martín de Porres reflexionaba sobre lo que le esperaba para llevar a España de la dictadura a la democracia. Recupero este artículo que publiqué hace unos años sobre una figura excepcional de España.

En la mesa de John Fitzgerald Kennedy, presidente americano asesinado en Dallas (1963), figuraba esta cita bíblica: “Oh, Dios, tu mar es tan grande y mi barca tan pequeña”. En la conciencia de los españoles de finales del siglo XX y de las generaciones siguientes, debemos a Adolfo Suárez y a cuantos trabajaron con él en la etapa de la transición esta otra frase, en este caso de Abraham Lincoln, que hace honor a la grandeza de una figura de nuestra historia: “Al final, lo que importa no son los años de vida, sino la vida de los años”. En la de Adolfo Suárez hay un tiempo que sobra por la memoria perdida, pero en su biografía y en su legado hay once meses –de julio de 1976 a junio de 1977- que jamás se borrarán de la historia de la nación al acceder España a la democracia en paz civil, desterrando por primera vez el espadón y las peleas entre españoles.

Deberán transcurrir aun un par de décadas –y, aun así no es seguro- para que se haga un juicio histórico objetivo sobre la transición a la democracia (1976-77) que se desarrolló en la etapa de Adolfo Suárez González (1932) como jefe del Gobierno español. Es necesario para ello que todas las grandes figuras de aquella etapa –desde el Rey a otros destacados servidores públicos- se les pueda analizar con su desaparición, hecho que ha ocurrido recientemente con Manuel Fraga y Santiago Carrillo, dos enemigos irreconciliables, aparentemente, de aquel tiempo, pero que aportaron en momentos muy delicados colaboración y consenso en el país liderado por Suárez. Bien podía afirmarse que en apenas trescientos días, aquel Gobierno de penenes había logrado lo que no se había conocido en los últimos tres siglos de la vida nacional, como fue que en España no hubiera un preso político ni un exilado. No era poco, sin duda, en una España que todos los cambios los había realizado a través de luchas y tragedias para el pueblo.

Conceptos tales como carisma o retórica han perdido, desde los tiempos de Suárez, buena parte de su lustre, pero son indispensables para llegar a comprender por qué ha dejado una huella tan indeleble. La famosa frase que pronunció siendo ministro del Movimiento en el primer Gobierno de la Monarquía para presentar la Ley de asociaciones políticas (partidos, en la práctica) –“hay que elevar a la categoría de normal lo que a nivel de calle es sencillamente normal”- muchas veces citada, encierra toda una filosofía de servicio y una utilización mágica de la palabra al servicio de una idea: la transición de un régimen autoritario a una democracia occidental.

Su programa político se inspiró, en gran medida, en normalizar lo que la opinión pública consideraba normal y elevar a categoría la idea del consenso, superando las miradas al pasado, para buscar entre todos una España de paz, justicia, libertad y democracia. Por eso propuso al Rey, desde los primeros Consejos de Ministros, una amplia amnistía aplicable a todos los delitos de motivación política o de opinión, la legalización de los partidos, la regulación democrática de los derechos y libertades, la vuelta a España de los exiliados de 1939 y la celebración de elecciones libres.

La verdad es que aquellas elecciones del 15 de junio de 1977 que representaron el final de la primera parte de la transición con la recuperación de la soberanía popular en un contexto de entusiasmo generalizado, chocan hoy frontalmente –en un mismo sistema de libertades- con la profunda crisis que vivimos y que está atormentando a millones de familias españolas. No entiendo que se habrá hecho mal desde entonces para pasar de aquel optimismo festivo de la libertad a una situación de duelo general.

Desde el régimen que se heredó de Franco, muchos nudos necesitaban de alguien dispuestos a cortarlos y fue Suárez el que afrontó un tiempo difícil, lleno de riesgos para cambiaren paz y sin traumas la faz de un régimen no homologable en occidente. En su tiempo, demostró que ante una sociedad más abierta, más libre, faltaba el poder de la palabra, capaz de atraer, de convencer.

Hace ya más de tres décadas que Suárez abandonó el poder con una página de historia relevante, como es la de su enfrentamiento con Tejero en el intento de golpe de estado del 23 de febrero de 1981. Aquellos que entonces le vilipendiaban, le traicionaron a pesar de propiciarles escaños y ministerios, ahora le canonizan y muchos de sus adversarios políticos que le condenaban –por tener ambición política, que no económica- están buscando un modelo Suárez que se le parezca y suene como él con el que hacer frente a los enormes retos del momento.
 
Adolfo Suárez quiso siempre potenciar todo aquello que podía unir, actuar de cara al futuro próximo, más que con los ojos puestos en el pasado, huir de querellas y disensiones y ponerse de acuerdo sobre unos cuantos principios e ideas fundamentales. Su preocupación fue limitar la línea de división y estaba convencido del error que significaba utilizar anacrónicamente motivaciones emocionales sobrepasadas o pretender respuestas sociales con gestos o actitudes de otros tiempos.

Tras aquella gran jornada del 15, tanto Le Figaro como The International Herald Tribune, también editado en París, publicaron al día siguiente de las elecciones, en primera página, una foto de la viuda de Franco ante las urnas con un titular que resaltaba el entierro del pasado más reciente: “Voto masivo de los españoles en la elección del primer Parlamento democrático en cuatro decenios”. El editorialista del independiente de izquierda Le Quotidien de Paris, escribía “que obsesionado por el pasado reciente o ancestral, toda su acción (la del monarca) se ha dirigido hacia el objetivo único de evitar la división, el antagonismo, el choque. Su ambición ha sido terminar con esa constante de la historia que constituían las dos Españas. Por el momento, ha tenido éxito, y por eso la monarquía aparece como el verdadero triunfador de las elecciones que ha rehabilitado”.

Los rotativos británicos, por otra parte, también elevaron el tono de sus felicitaciones al pueblo español. El editorialista del The Times, ponía énfasis en subrayar las afrentas sufridas en los últimos cuarenta años: “Los españoles desmintieron la odiosa mentira propagada por sus anteriores dirigentes, según la cual eran incapaces por temperamento de la autodisciplina necesaria para hacer funcionar la democracia”.

Reflexionando en aquella gran jornada de libertad y convivencia se ha preguntado por algún momento crítico y no ha sabido responderse porque es difícil señalar un momento más tenso que otro, muchos de los cuales, incluso, ni siquiera habían trascendido a la opinión pública. Los once meses vividos al frente del Gobierno habían sido prácticamente una carrera de obstáculos y como gobernante ha pensado que el problema más difícil es siempre el que tiene encima de la mesa, y no el que ha solucionado.

Enfrascado en sus recuerdos de este último tiempo, sí ha reparado en una clave trascendental: el pueblo. Ha asumido que por grandes que hayan sido las resistencias, una política nueva como la que emprendió tenía, por fuerza, que suscitar rechazo de las estructuras que estaban más afianzadas, aunque sólo fuese por la fuerza de la costumbre. Sin embargo, frente a ello se agigantaba una gran realidad final: cuando los problemas y sus soluciones se han explicado, encontró la máxima comprensión y el país, en general, demostró su identificación con los propósitos del Gobierno. Ha pensado que si esa identificación hubiera faltado por una gran resistencia, casi con seguridad habría hecho imposible terminar el proceso.

Pensó qué lejano quedaba el 3 de julio de 1976 –cuando no había transcurrido un año– y su percepción de que en la aspiración legítima de los españoles estaba alcanzar un régimen de libertades ante el que todos, unos y otros, coincidían en un deseo: nadie quería violencias, ni posturas extremas en un país tan apasionado como el nuestro. Quiérase o no, la terrible sombra de la guerra civil o del enfrentamiento entre españoles se proyectaba sobre todos. Y, sin embargo, cuando el barco nacional ha superado la mitad de la travesía –ahora faltaba dotar al país de una nueva Constitución– y los guías expertos preveían convulsiones y galernas, se podía decir que la paz ha sido posible y la democracia también porque el pueblo español lo había querido así.

Adolfo ha seguido en su reflexión íntima pensando que al hacer pasar la reforma política por las viejas Cortes no sólo cumplió la legalidad vigente, sino también, y de manera muy especial, que todos los españoles, cualquiera que fuese su ideología política de origen, colaboraran con la conciencia limpia en la elaboración del futuro político democrático. En unos casos, porque el cambio político se hacía con la aprobación de unos procuradores elegidos o designados en vida de Franco. En otros, porque hombres que habían luchado por la libertad en circunstancias difíciles podían encontrar en la ley el camino cierto y seguro de lograr una España democrática, y en todos porque el pueblo español, en su totalidad, podía manifestar su voluntad en referéndum, como así ocurrió.

Adolfo Suárez ha sentido una cierta emoción íntima cuando ha pensado que en su actuación de estos meses había deseado que nadie pudiera sentirse traidor o traicionado, momento en el que le vino al recuerdo la jornada más emocionante de su etapa de presidente, como fue la explosión de la alegría popular el 15 de diciembre de 1976, tras conocerse el gran apoyo recibido –pensó con emoción contenida– sobre el que se había trabajado con esfuerzo y honradez para que no fuera humillante para nadie y que requirió dotes de paciencia, de habilidad y, desde luego, de profundo sentido de Estado.

Ha recordado de nuevo aquel sábado, 3 de julio de 1976, cuando el Rey le pidió que aceptase la Presidencia del Gobierno y cómo se ha llegado al 15 de junio de 1977. De manera concisa explicó a sus colaboradores cómo España era una gran pirámide invertida, que amenazaba con desplomarse cuando fallara su extraño punto de sustentación, que era el vértice y no la base. Pero las elecciones habían logrado el milagro de que la base lo sustentara todo y en ella estaba representado el pueblo. Un gran hecho que se reconocía en España y se conocía en los más lejanos rincones del mundo, que observaron el cambio sin ruptura ni revolución con especial atención y admiración
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Un hombre que como jefe del Ejecutivo –su gran ambición desde joven- lograba finalmente “hacer normal en la ley lo que en la calle es simplemente normal”. Ese 15 de junio de 1977 el pueblo le dijo que sí porque había sido capaz de gobernar con una mentalidad abierta para atender las razones de todas las demandas. Se ha escrito con certeza que se trata del último héroe nacional por conseguir al mismo tiempo reconciliación y democracia.

JOSÉ RAMÓN SAIZ.

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