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Se cumplen sesenta años de la tragedia de La Luciana en Torrelavega-Reocín que provocó 18 muertos

El ingeniero y exdirector de la empresa, Leopoldo Bárcena, advirtió al presidente de la compañía, con sede en París, de los riesgos de aquel dique en el que se almacenaron miles de toneladas de estériles.

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Se cumplen sesenta años de la tragedia de La Luciana en Torrelavega-Reocín que provocó 18 muertos
25-02-2020

UNA IMAGEN ELOCUENTE: Momento de uno de los entierros celebrados en Torres a raíz de la tragedia de La Luciana, un dique de la Real Compañía Asturiana de Minas que al reventar provocó la muerte de 18 personas.


Fue al caer la noche del 17 de agosto de 1960. Seis décadas después, la empresa sigue sin pedir perdón a las familias que perdieron seres queridos y a la sociedad en general por esta gran tragedia que fue noticia en todos los medios nacionales.Eso fue lo que ocurró, coincidiendo con la semana de fiestas en Torrelavega. Eran aproximadamente las diez y media, algunas familias que vivían por la zona se habían desplazado a Torrelavega a las fiestas, otras cenaban en casa tranquilamente cuando se oyó un estruendo y la gran montaña de finos se vino abajo sepultando las viviendas que encontró a su paso. Dieciocho vecinos de la zona perdieron la vida en el suceso. Cuentan, los que vivieron la tragedia, que uno de los cadáveres apareció en el río cerca de Barreda, a unos cinco kilómetros del suceso.

En conmemoración del 50 aniversario de esta tragedia, se ubicó un monumento entre el Parque de La Barquera, Torres y el acceso a la antigua explotación de la Mina de Reocín, formado por veinte prismas de zinc fundido, uno por cada fallecido y dos prismas más que contienen sus nombres, recuerda aquel día de agosto de 1960.

El ingeniero y exdirector de la empresa, Leopoldo Bárcena, había advirtido al presidente de la compañía, con sede en París, de los riesgos de aquel dique en el que se almacenaron miles de toneladas de estériles. Familias enteras como la de Oliver-Ramirez desaparecieron en esta tragedia. El matrimonio y cuatro hijos pequeños. Nuestra solidaridad cuando hoy se cumplen sesenta años. 

TRAGEDIAS QUE VIVIMOS

En la obra "De Leonor de la Vega al 125 aniversario de la ciudad", de José Ramón Saiz, se recoge este relato de gran interés.

Tragedias que conmocionaron a la Ciudad

Desde la guerra civil –tiempo de intolerancia y criminalidad que no hemos querido comentar en estas páginas- tres tragedias con saldo de muertos ha sufrido Torrelavega en estas últimas décadas. A los cuatro muertos de la caída del edificio de La Amuebladora en 1950, hay que sumar los 18 muertos de la rotura del dique La Luciana de la mina y los tres de la calle Consolación, 17, con el desplome de un edificio, el de Electricidad Vila, que se estaba derribando.

Fue el 27 de diciembre de 1950 cuando a las 9,30 horas se desplomaba el edificio en construcción conocido como La Amuebladora. Los fallecidos fueron Vicente Ruiz Pérez (fontanero), Florencio Díaz Sierra (encargado de la obra), Feliciano Velarde Martínez (ayudante del encargado)  y Fructuoso Fernández Perales (albañil de Viérnoles), con edades entre los veinte y treinta y cinco años. Otros tres obreros salvaron sus vidas: Francisco Prieto López (pasados los años impulsor de la empresa Talleres Nueva Castilla) y Manuel Gómez Zunzunegui, después de permanecer más de treinta y dos horas bajo los escombros. El tercero, Pedro Mediavilla Cerra, le fue amputado un brazo en el mismo lugar de la tragedia, siendo más tarde empleado municipal.

En cuanto a la tragedia de la calle Consolación, número 17, ocurrió a las 17,30 horas del viernes 10 de mayo de 1991, presentado tres muertos: Ricardo Molleda Herranz, de 24 años; Valeriano Atienza Carabaza, de 34 años y Ignacio Molleda Somohano, de 56 años, los cuales se encontraban realizando trabajos de derribo del edificio.  

De las tres tragedias, la que más conmocionó a los torrelaveguenses fue la ocurrida el 17 de agosto de 1960 con un balance de 18 muertos. A las 22,40 horas, los diques de contención de los fangos estériles de la Real Compañía Asturiana de Minas de la zona conocida por La Luciana -un vasto solar de residuos tan grande como doce campos de fútbol- fueron vencidos por la presión de toneladas de barro y mineral acumulados en esa zona desde hacía años, irrumpiendo en el valle y llevando por delante cuanto encontraron ya que el arbolado circundante fue arrancado de cuajo. El saldo humano fue el más triste ya que perecieron familias enteras y, a medida que fue conociéndose el alcance real de la tragedia, la ciudad y pueblos de los alrededores quedaron sumidos en una profunda tristeza. Se trataba de la catástrofe más grave y con mayor número de víctimas desde la guerra civil.

A partir de la medianoche, la ciudad presentaba una animación silenciosa ya que en las calles se concentraron cientos de personas que en corrillos comentaban el alcance de la tragedia cuyas graves proporciones se desconocían aún. Inmediatamente después de conocerse el hecho, se personaron en la zona de la catástrofe todos los medios humanos y técnicos de salvamento que con proyectores fueron descubriendo la auténtica dimensión de la tragedia pues, no sin horror, se conoció que los aludes de fango habían arrastrado hogares enteros. Ante la importancia de la tragedia, el alcalde de la ciudad, Jesús Collado Soto, ordenaba la suspensión de las fiestas patronales.

El amanecer en la comarca del 18 de agosto de 1960, presentó una visión dantesca: el paisaje había cambiado totalmente, dos lagos habían desaparecido y todo era un mar de lodo bajo el que yacían familias enterradas en sus casas que pasaron al sueño eterno sin ninguna suerte de interrupción; víctimas que fueron arrastradas por el fango hasta el río Besaya, niños de corta edad arrancados de los brazos de sus padres... en fin, imágenes terribles que según testigos presenciales, desde lejana distancia, habían comenzado con los resplandores del tendido de alta tensión, el ruido de los primeros resquebrajamientos de la presa y el furor del fango que llevó por delante cuanto estaba en su camino. Al parecer,  tan sólo un mes antes de la tragedia, desde la empresa se les había tranquilizado en el sentido de que nada grave podía ocurrir, después de un informe encargado a una empresa considerada experta.

Pasadas las primeras doce horas de la catástrofe, los técnicos ofrecieron un primer dato: en torno a las cien mil toneladas de fango y tierra, a través de un frente de un cuarto de kilómetro, habían caído en los alrededores, lo que daba una idea aproximada de lo acontecido en tan sólo unos momentos.

La conmoción en la ciudadanía se hizo mayor cuando se conocieron los detalles de la aparición de los cadáveres de toda la familia del abogado  Antonio-Carlos Oliver Perdigón, de treinta y tres años; su esposa, Agustina Ramírez Martínez y sus cuatro hijos, María Estrella, de seis años; Mercedes, de tres; Emilio de dos y el benjamín de la familia, Jesús Oliver Ramírez, de mes y medio, que apareció abrazado a su madre. También pereció la maestra Mercedes Martínez, viuda de Jesús Ramírez. De la tragedia se salvaron Rafael Ramírez, que se encontraba en el cine Garcilaso para seguir una función de zarzuela, y su hermana Casilda, conocida cariñosamente por Peque, que participaba en un campamento de la Sección Femenina en Ontaneda.

Otras víctimas fueron apareciendo a lo largo de tan trágica noche. Entre los lagos y el río Besaya, vivía en una modesta casa de la empresa la familia Arciniega Mantecón. En ropas de dormir aparecieron los cadáveres de Amelia Mantecón Pérez, de veintitrés años (localizado en la presa del molino de Barreda) y a unos cien metros del puente del Sable los cuerpecitos de sus dos hijas, Margarita, que había cumplido cinco años el día anterior, y Felisa de diez meses, que compartían habitación y que aparecieron abrazadas la una a la otra.

El padre de familia, Alberto Arciniega Gago, obrero del taller de carpintería e hijo de un fallecido en accidente laboral en la empresa minera, se salvó por minutos al trasladarse en la tarde-noche a Campuzano ante el fallecimiento de un amigo. Al encontrarse con unos amigos, decidió tomar unos vinos y fue en ese momento cuando escuchó el fuerte estruendo, que no vinculó en un primer momento a la rotura del dique. Cuando conoció con algún detalle más el trágico hecho se dirigió hacia su casa, pero no se le permitió pasar. Solo recibió información de que su casa había sido arrastrada por las toneladas de lodo.

Otras dos familias destrozadas por la tragedia fueron las de Manuel Rodríguez Fernández, de cuarenta y seis años; su esposa, Dolores Abelló García, de cuarenta y un años y la hija del matrimonio, Nélida Rodríguez Abelló, con tan sólo doce años. El otro hijo, Jorge, de diecisiete años, se salvó de esta tragedia al encontrarse en un de la rondalla de la parroquia de Torres.

De los cinco miembros de la familia Echevarría –que acababan de regresar de las fiestas de la Patrona en Torrelavega- también murieron tres: Avelina Gutiérrez Peña, de treinta años, y sus hijos Manuel Echevarría, de cinco, y su hermana de dos años, María Teresa Echevarría Gutiérrez. El padre de familia, Manuel, había sentido la primera explosión al romperse el dique y salió corriendo con una de sus hijas en el brazo. Alcanzado, poco después, por otra segunda avalancha, vió espeluznado cómo su pequeña desaparecía entre el fango, mientras él podía salvarse gracias a la ayuda del guarda Luis González Díaz, Luissón, y del encargado de la central térmica, Julián Crespo, hijo de Teresona, la campanera de Yermo. Su hijo, Pedro Echevarría Gutiérrez (1949-2019), también se salvó de la tragedia al estar en un campamento de la empresa en Potes.

El viernes, día 19, se produjo la primera manifestación multitudinaria de duelo en el entierro en el cementerio de la Llama del primer cadáver rescatado, el de la enfermera Eugenia Terán Terán, de treinta años, que con su hermana Pilar, encargada y enfermera de la empresa minera, vivía en una vivienda ubicada en el edificio hospitalario. Este mismo día se procedió al sepelio de catorce de las dieciocho víctimas que las autoridades presentaron como balance final del terrible suceso.

Los actos religiosos a los que asistieron miles de personas comenzaron a las once de la mañana, en Torres. Otro de los fallecidos, Claudio Ortiz López, conocido por el "Pasiego de Vispieres" que era el encargado del servicio de las bombas para subir el agua del Besaya a los lavaderos. También recibieron cristiana sepultura Avelina Gutiérrez Peña, con su hijo Manuel Echevarría, ya que el cadáver de la pequeña de dos años, María Teresa Echevarría, no apareció.

En toda tragedia hay que hablar también de héroes.  En este sentido, las crónicas periodísticas destacaron el valor y trabajo sin descanso de muchos voluntarios, apuntando especialmente a dos héroes: Luis González, “Luissón”, el guarda de la mina que con un coraje extraordinario vio frustradas sus esperanzas de salvar a miembros de la familia Echevarría a quienes llegó a tender su mano, viendo como finalmente las oleadas de lodo sólo le permitieron rescatar al cabeza de familia. Luissón jamás olvidó estas imágenes viendo, impotente, como perdían la vida personas queridas, padeciendo de insonmio durante mucho tiempo. Otro héroe fue el  minero Manuel Frechosa (el Asturiano),  encargado de la mina de Mercadal, que acudió al lugar de la tragedia cuando oyó la rotura desde Campuzano cuando iba en su motocicleta. Para penetrar en el lugar, tuvo que enfrentarse a un vigilante que impedía su acceso. Pudo llegar hasta el corazón de la tragedia y tuvo a un metro la posibilidad de salvar la vida de Manuel Rodríguez hasta que un nuevo alud de fango le arrastró.

Manuel Gutiérrez, entonces subjefe de los talleres eléctricos municipales (empresario titular de la sociedad Marmer), ha destacado el valor de Luissón y de Frechosa al intentar, con el sólo apoyo de la luz exigua de las linternas, rescatar y socorrer  a las personas atrapadas entre toneladas de fango, cuando “rugía la lava como lo hace un volcán en erupción”. Otros héroes quedaron en el anonimato en unas horas en las que la solidaridad brilló a gran altura.

Son muchos los ciudadanos de la comarca de Torrelavega que retienen en su memoria el impacto de esta catástrofe que marcó la historia local del siglo XX. En un tiempo político distinto y de una justicia controlada por el poder político autoritario, las familias de las víctimas poco podían exigir, más si la parte culpable de la catástrofe era una empresa fuerte y poderosa como la Real Compañía Asturiana de Minas. Nunca oficialmente se explicaron las causas de tanto horror y de tantos muertos. En la única nota pública de la empresa solamente se expresó el sentimiento y pesar por las víctimas. Del sumario abierto en los juzgados de Torrelavega nada se supo, quizás como se abrió se cerró. Diez años antes, el ingeniero y exdirector de las minas, Leopoldo Bárcena, había advertido del peligro. Nadie le hizo caso.