El presidente Suarez y el general Armada
Por JOSÉ RAMÓN SAIZ
En enero de 1981 Adolfo Suárez González
era el presidente de Gobierno constitucional de España después de ganar las
elecciones de marzo de
1979 y recibir la investidura del Congreso. Para entonces, había fracasado la
moción de censura socialista y apenas cuatro meses después -septiembre de 1980-
ganaba la cuestión de confianza en la que sumó a los votos de su partido los de
otras formaciones al lograr 180 votos a favor, que representaban la mayoría
absoluta de la Cámara. Ya para entonces se había puesto en marcha lo que se dio
en llamar la cacería de Suárez con la moción de censura que representó un paso
más en el asedio final y que dejó entre otras virulentas imputaciones la que
sigue: «El señor Suárez ya no soporta más la democracia. La democracia ya no soporta
más a Suárez. Cualquier avance democrático de esta sociedad exige la
sustitución de Suárez”.
Pero el cerco a Suárez no venía exclusivamente de las filassocialistas. El
diario nacional monárquico dio cobertura a unas declaraciones en exclusiva de
un conocido capitán general, el mismo que había expresado unos meses antes,
ante la sorpresa de quienes le escucharon, que no pasaría a la reserva “sin
haber sacado antes mis carros a la calle”, al tiempo que el Rey sometido a
presiones que le llegaban de políticos interesados, en la recepción de la
fiesta de San Juan afirmó -ignorando que ya no tenía los poderes de Franco sino
los establecidos por la Constitución- esta frase que fue rigurosamente así: «No
hay que cambiar a Suárez, pero Suárez tiene que cambiar». El mensaje estaba
dirigido a dos personas de confianza del presidente: Rafael Calvo Ortega y
Agustín Rodríguez Sahagún.
Para llegar a las intenciones del general Armada -alimentadas desde algunos
cenáculos políticos- es necesario recordar dos pasajes de las memorias de Jordi
Pujol publicadas en 2007. Recuerda que en un momento de grave crisis política
por la debilidad de la UCD, recibió a finales en verano de 1980 a Enrique
Múgica, histórico dirigente socialista.
Pujol no se anda por las ramas al señalar que la visita tenía por objeto “preguntarme
cómo veríamos que se forzase la dimisión del presidente del Gobierno y su
sustitución por un militar de mentalidad democrática”. El político catalán afirma
que le manifestó su desacuerdo total. En otro de los pasajes de sus
memorias, Pujolrelata una cena oficial en honor de los gobernadores
militares, en la que Armada, sentado junto a la señora del presidente de la Generalitat,
deslizó un enigmático comentario: “¿Sabe, señora? No creo que Calvo Sotelo
llegue a ser presidente”. Armada preparaba entonces su maletas para un destino
en Madrid.
Habría que preguntarse, a continuación, por la trama que el general Armada
venía negociando secretamente con diversos políticos con los que había hecho
amistad como secretario de la Casa del Rey hasta avanzado 1977, acción o acciones
que pasaban por una solución heterodoxa, una especie de gobierno de
concentración que tomara las riendas del país, objetivo en el que Adolfo Suárez
era el obstáculo principal. Todo se puso a la suma de la conspiración:
ambiciones, enconos políticos y otras debilidades en un momento de mucha
convulsión con el ejército soliviantado
por la apertura democrática y el terrorismo, además de diversos grupos civiles
alentando la interrupción del proceso democratizador.
En este contexto, desde finales de 1980 Adolfo Suárez había leído con
detenimiento varios informes de los servicios de inteligencia del Gobierno a
los que siempre concedió especial importancia por su eficaz funcionamiento en
todo el proceso de transición. Dirigidos por el
general Andrés Casinello, en estos informes se valoraba, como hipótesis
pero también como posibilidad indiciaria, la existencia de reuniones -a varios niveles de uniformados-
en el seno del ejército.
De todas ellas, la que más preocupó al presidente -no dando demasiada trascendencia a otras posibilidades de golpe
de estado- fue la denominada salida “constitucional” que podía partir de
varios estamentos: el de algunos partidos parlamentarios, de políticos fuera de
juego en aquel momento, de una parte de la derecha mediática y de militares
descontentos que esgrimían -como una de las causas de su hipotético sacrificio
para representar esta salida- los limitados poderes del Rey en la Constitución
que el pueblo español había aprobado en referéndum el 6 de diciembre de 1978.
Para Adolfo Suárez no era nueva esta versión. En julio de 1980, en un viaje
oficial a Lima, había declarado a un grupo de periodistas españoles que algunos
partidos intentaban sustituirle por un general al frente de un Gobierno de
gestión o de concentración. El presidente conocía que Armada jugaba sus opciones
que presentaba, ante esta alternativa, como un nuevo sacrificio de todo por la
patria, razón por la cual -y eran muchas las pruebas desde 1976- siempre
desconfíó de este militar, cuya influencia sobre el Monarca sería calificada en
términos actuales de conspirativa. En el fondo y la forma, defendían conceptos
distintos: el de Suárez, en defensa de la primacía del poder civil sobre el
militar definido en la Constitución, y el de Armada que consideraba que el
ejercito podía imponerse a la soberanía en supuestos casos de excepcionalidad.
No podía extrañar, por tanto, que Suárez consiguiera alejar físicamente a
Armada de los círculos de Madrid y que el general fuera nombrado gobernador
militar de Lérida. Desde este retiro provisional, Armada conspiró contra Suárez
con varios políticos catalanes y de ámbito español muy influyentes, al tiempo
que mantenía encuentros con el Rey -como el celebrado en la Zarzuela una
semana antes del golpe- en el que Armada pudo interpretar un consentimiento
para mover ficha en la componenda político-militar que se rumoreaba. Pero si
esta apreciación se queda en mera especulación, sin embargo no lo es aquella
que indica que la participación de Armada no puede comprenderse sin tomar en
consideración las esperanzas que le hicieron concebir muchos de sus
interlocutores que le citaban como la solución.
Un hecho final desencadenó la batalla final de Suárez por parar el golpe. Valiéndose
de su relación con el Rey, Armada se hizo nombrar segundo jefe del Estado Mayor
del Ejército. El nombramiento se vinotrabajando por el Rey Juan Carlos desde
finales de 1980 -regreso a Madrid a un puesto de relevancia- que finalmente
impuso al ministro de Defensa, Agustín Rodríguez Sahagún. Enterado Suárez de
este hecho, no solo pidió explicaciones a su ministro en un tono de gran
irritación, sino que pidió un despacho urgente con el Monarca para dejar
patente su malestar y de paso recordar las atribuciones constitucionales que en
el caso de nombramientos en el Ejército correspondían al Gobierno. Si habían
existido otros desencuentros de Adolfo con el Rey, este fue casi definitivo.
Desde que en los primeros días de enero de 1981 Suárez vio los peligros reales
de la operación en marcha, pensó más en la democracia que en su permanencia en
el poder. Decidió dimitir y expresar aquella frase (“No quiero que el
sistema democrático de convivencia sea, una vez más, un paréntesis en la
historia de España”) de evidente grandeza personal y política, al tiempo
que unas horas después ofrecía la salida constitucional con la candidatura de
Leopoldo Calvo Sotelo, que representaba al ala derecha de UCD y que podía
frenar el golpismo en ciernes. Presentaba, de esta manera, otro tipo de
patriotismo –el de la supervivencia del sistema democrático- distinto al que
alentaban los golpistas. Su marcha fue irrenunciable y actuó en aquellas fechas
con decisión, incluso ante quienes desde su partido le reclamaban más tiempo
-que era otra trampa- para designar el candidato.
Aquella decisión patriótica y generosa -desde luego nada corriente en los parámetros
actuales- no tuvo efecto alguno en cuanto a parar el golpe. Lo que vino ya se
sabe. Su fortaleza democrática y la del general Gutiérrez Mellado de enfrentarse
a los saboteadores del sistema elegido por los españoles. Muerto Armada, sigue
sin desvelarse lo que trató con el Rey en el encuentro de la Zarzuela celebrado
siete días antes del golpe. Solo sabemos que el Rey ha expresado sus condolencias
a la familia del difunto. Eso sí, a título personal, ante la indecencia de que
lo fuera en nombre del Estado y de los españoles.
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