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TRES BIOGRAFÍAS: BENITO MADARIAGA, PACO LAINZ Y FERNÁNDEZ-FONTECHA

Por JESÚS PINDADO USLÉ

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Ahora que la pandemia se está llevando a muchas personas por delante, inicio el recordatorio de amigos o personas que he tratado y se han ido por un camino más natural. Empiezo con Madariaga, culto investigador y biógrafo, de quien tengo a la vista su libro de la Universidad de Verano con su culta esposa de coautora, la investigadora Celia Valbuena.

En abril de 1981 me dedicaba su “testimonio renovado de la amistad” que venía de más lejos. Dentro del libro tengo también, entre otros escritos, así como sus cartas al Servicio de Cultura del Ayuntamiento (16-4-2001) y después al alcalde de Santander (10-7-2007) en donde daba cuenta de compensaciones y cambio de protocolo para percibir atrasos por la fijada gratificación -aprobada plenariamente- como Cronista Oficial vitalicio de Santander. No entro en detalles pues se trata de mostrar una confianza que nunca defraudé. 

Ante la muerte de nuestro cronista Benito Madariaga de la Campa, las primeras páginas de nuestra prensa y los medios en general han dado, dieron, en efecto, cumplida noticia y extensa información. Justo y ritual. Casi siempre es inesperado, inexorable e inoportuno el fallecimiento de un hombre apreciado y un valioso intelectual como Benito, nacido en Valladolid y profundamente radicado en Cantabria, región (no solo la ciudad) de la que ha escrito muchas y valiosas páginas. Entre ellas, aparte el impacto de Santander y provincia en la Guerra de la Independencia (“Santander en el Centenario del 2 de Mayo“) dos libros ya agotados sobre la autonomía y el regionalismo (“Crónica del Regionalismo” (1986) y “Antología del Regionalismo en Cantabria" (1989). Ahí examina hasta 1979 los movimientos regionalistas decimonónicos y las diferentes opiniones en torno al proceso descentralizador en el XX.  Gran trabajo.

También he recordado en las redes cómo a mediados de 1978 me quedé casi solo con Ciriaco Díaz Porras para hacer la revista “Cántabro“ tras la salida de otros profesionales. Se me ocurrió entonces pedirle ayuda a Benito como recurso ideal. Aunque en principio dijo que no, casi seguidamente (y como en otras ocasiones) al escuchar mi argumentación, accedió. He aportado fotografías, por cierto, de aquellas sus magníficas colaboraciones, algunas situadas en portada. Esto además ocurrió varias veces porque ante todo era Madariaga generoso. En los últimos tiempos estuvo, sin embargo, algo distanciado (él sabría la razón).

Pero antes de morir siempre he pensado -siempre y ahora- que, además de bien docto en su materia profesional como doctor veterinario (Azcuénaga Vierna ha documentado este aspecto de forma exhaustiva), era, sobre todo, un muy valioso historiador biográfico. Tengo dedicadas la mayoría de sus obras principales y guardo buen recuerdo de su persona, tan sensible y especial.

Me satisfizo enormemente, por tanto, que María Luisa San Juan haya garantizado el homenaje  prometido que se le ha tributado en Cantabria. Por suerte no ha tenido que esperarse a su fallecimiento para darle el debido reconocimiento como ha demostrado la cobertura de su obituario y la enumeración de sus obras y de sus bien merecidos nombramientos y honores. Por eso mi recordatorio es más personal pues ya antes del coronavirus he dejado de asistir a las ceremonias corales.

Otra célebre ocasión en que agradeció mi intervención fue frente a una injusta crítica nada menos que del maestro Lázaro Carreter en ABC. Pese al prestigio del académico me faltó tiempo para dar la cara contra su voluntariosa crítica aun reconociendo que los datos peredianos eran correctos. Defendí decididamente su “probo quehacer intelectual” e invoqué las lindes entre el resbaladizo terreno genérico de lo literario-noticioso, lo fictivo y lo crítico-literario. Nadie rechistó.

No muere del todo quien ha trabajado tanto y con tanto celo y buen afán investigador. Deja Benito su voz y el pulcro estilo en sus trabajos. En su día aprecié críticamente también su incursión en la novela, pero sin duda lo más destacado e imprescindible es la variedad y el rigor -esclavo del dato- de sus trabajos históricos y biográficos. Innecesario es, por tanto, enumerar sus interesantes averiguaciones sobre PeredaMenéndez Pelayo, su hermano Enrique Menéndez Pelayo, González de Linares, Enrique Diego Madrazo, Marcelino Sanz de Sautuola, Gutiérrez Solana, etc. porque es de sobra sabido y re-conocido. Imposible no destacar siempre, no obstante, su meritoria gran aportación al mundo galdosiano tras haber profundizado las andanzas del gran realista canario, veraneante y después vecino de Santander. Solicitamos un día permiso y el propio Benito, por cierto, me llevó gentilmente a conocer el interior de la casa galdosiana, San Quintín, y los pormenores.

Le debo ahora al veterano alcalde de Ribamontán al Mar, Paco Asón, el regalo de “Páginas de acá y de allá“ (Santander, 2015), dos interesantes tomitos soberbiamente ilustrados (aspecto que cuidaba el autor con refinamiento) de Antología I y II en los que B. Madariaga seleccionó 10 ensayos suyos.

Quiero referirme al tomito I en donde está la contribución titulada “Bosquejo histórico sobre el origen y desarrollo del movimiento regionalista en Cantabria” (págs. 33-46). Impecable trabajo, y sin atisbo de prejuicio,  documentado perfectamente desde las  propuestas republicanas federales y del carlismo. Desde el inicial espíritu provincial de Lasaga Larreta- el “particularismo”-, con el costo del transporte en carretas para acceder a nuestro  puerto, denunciado por Angel Corpas en 1915 y el comparado por tonelada con otros, por supuesto el de Bilbao entre ellos. Pasando, asimismo, por la insistencia y las solicitudes ante Menéndez Pelayo de José María Pereda y de Marcelino Sanz de Sautuola para que se influyese ante el gobierno mientras se iba consolidando, sin ideario político. el origen literario, artístico y sentimental romántico del regionalismo cántabro.

Madariaga también concreta el primer libro de Mateo EscagedoCentralismo y Regionalismo sugiriendo “la administración regional y el gobierno de la provincia” por la Diputación, pero señala las tres vías con motivo de la división regional de Maura:  José del Río Sáiz en favor de la “más numerosa y posibilista” opción castellanista frente a la precedente de Escagedo Salmón y  la de Santiago Fuentes Pila; la autónoma independiente, de “escasos partidarios” y que Jesús Cospedal consideraba irrealizable al reivindicar la capitalidad marítima para el puerto de Santander. Y desde esas tesis hasta la que logró imponerse de la preautonomía y la autonomía contemporánea, la que representaron Justo de las Cuevas y tiene hoy de presidente al coaligado Miguel A. Revilla.

En fin, Madariaga no he llegado al tiempo reclusivo de estas crisis. Fallecido el pasado 10 de diciembre, ya había escogido voluntariamente recogerse muchas horas para un variado, infatigable trabajo que le complacía y nos permite saber más de nuestros grandes personajes y de dónde venimos y quiénes somos. El sabría por qué, pero cada uno con sus virtudes y defectos, aunque nadie es perfecto y no conversamos mucho al final, fuimos buenos amigos. Y reconociendo siempre su valores, así lo siento.

 PACO LAINZ GALLO: DECENTE, SIMPÁTICO, CAMPECHANO.

Cuando hoy elijo a Paco Laínz para estos personales recuerdos he pensado que nada es tan libre y, a veces repentino, como la memoria. ¿Por qué se me ha ocurrido en esta ocasión evocar la figura de Francisco Laínz Gallo?  No crecimos juntos ni fuimos al colegio o al servicio militar o trabajé para su organización. Ni siquiera milité en la UCD, partido en el que fue un diputado conocido a nivel nacional. En realidad mi inicial contacto fue porque no se me pagaba en un periódico (o solamente a temporadas) y yo tenía la voluntad de escribir, incluso gratis, pero ya me molestaba y se lo expuse porque había él entrado en el Consejo de Administración y decidió sacar el dinero para retribuirme por su lado. De la caja ajena al mismo medio (seguramente firmaba el cheque su hermano José María) y nunca, jamás me afeó una colaboración ni me impuso una línea o sugirió una idea. 

Decente, simpático, campechano, Paco era como un niño grande con su mirada a los ojos, su sonrisa limpia y festiva, su talla grande y su bigote a la mejicana.

Como no rastreo mis propias cosas con regodeo ni gran orden, no tengo a la vista ni busco ahora (aunque no venía mal) un trabajo de simpatía a su padre, don Manuel (por algo llamado “San Manuel“) a propósito de las sociedades que creó, incluso la del tabaco “Jean“ con cuyos pitillos se popularizó a Paco suministrándole alguno al presidente Suárez. Sería el único mero antecedente antes de mi relación de simpatía.

Paco, además de empresario y político, era un tanto bohemio y medio artista (juraría que él diseñó el logo del caballero con frac y chistera y el niño del aro de la empresa), radioaficionado con apasionamiento y deportista. Antes de Abiada, en Villar, tuvo una finca en la que puso una “roulotte“. Allí iban amigos, sobrinos, etc. Yo nunca estuve.

Pero sí me invitó en algunas ocasiones a “la Bruja“, el simpático nombre dado a su casa en la calle Rocío del Sardinero. Allí, una vez, Paco tocaba un órgano en el salón que nos hizo deliciosa la tarde, presidida por el encanto con que su mujer, Sol, nos llenó de atenciones.

Hay que vincular este recuerdo a la bonhomía y buena tradición de una familia católica numerosa (vinculada a Acción Católica), que con 98 años sigue representando su hermano jesuita Manuel, científico botánico, autor, entre otras obras, de “Aportaciones al conocimiento de la flora cántabro-astur“ y doctor “honoris causa“ de la Facultad de Biología de la Universidad de Oviedo.

La figura de Francisco Laínz se popularizó sin duda algo más al ser diputado centrista en la Transición y son bien conocidas anécdotas varias. Pero en Cantabria se disgustó en la perdida pugna por su defensa de “Cantabria Castilla”, asociación de la que fue presidente hasta la determinación favorable a la más estrecha vía uniprovincial autonómica.

En realidad me ha interesado aquí más que nada destacar su dinamismo, su bondad y su sentido del humor. La calidad, en suma, de su rica personalidad afectiva de la que quiero mencionar otro detalle. Cuando yo le conozco y solíamos quedar para conversar, no me sentía a gusto al no poder entonces reciprocar sus invitaciones. Supo él advertirlo con sensibilidad y se me adelantó, diciéndome con naturalidad:

-Para tomar algo, tú pagas una vez cuando yo lleve tres.

Y me sentí bien.  ¡Cómo para no recordarle!. Hizo, en fin, que se retribuyeran mis colaboraciones periodísticas y me trataba de igual a igual. Como amigo. Le debía una, por tanto, pero sirve su evocación también para enfatizar que quizás sea bueno para un político, antes que ser diplomático, ser buena persona. Y Paco lo era. 

MARINO FERNÁNDEZ-FONTECHA

 

Marino Fernández Fontecha fue la personificación del abogado de éxito. Nunca haber sido alcalde de Santander (entre 1974 y 1976) empalideció o mejoró esa imagen. Si acaso la distrajo un poco. Y digo abogado en Cantabria, en donde tuvo diverso merecidos cargos en la Junta de gobierno, pero ejerció en toda España pues perteneció a los Colegios de Barcelona y Madrid en donde en tiempos de pleitos (¿cuándo no los hay?) mantenía un brillante despacho en la calle Vitrubio, a donde yo iba a verle y siempre me recibía con afecto y muy apreciable simpatía.

 

También fue político y, con ser importante, cuenta menos. Había sido teniente alcalde en su debut reinosano, también Procurador en Cortes por los ayuntamientos de la tierra (X legislatura) y finalmente alcalde de Santander. Uno de los que quiso cambiar muchas cosas inadecuadas... y no pudo tener tanta suerte. 

 

En fin, lo de abogado pesa mucho más y, con ser apreciado su sobrino Chucho Pellón, lo siento y no hay intención (menos, mala) pero no le llega. Sencillamente porque cada uno es único y él sí que lo era de verdad.

 

Y lo era también como amigo entrañable, lo cual, entre otras raíces, dimanaba de su arrolladora personalidad con bondad y un singular humor con punta de ironía mezclada con una dosis de chanza.

 

Pero lo que yo percibía es que una cosa era la exterioridad del celebrado personaje público con su traje caro, el pañuelito de seda en el bolsillo superior de la chaqueta y un par de los mejores puros habanos  (yo tomaba uno con descaro) y otra, la persona. 

 

La persona era formidable por el empaque, pero también por lo que significa el término: “que tiene alguna cualidad o característica positiva en alto grado”. La tenía: en su casi escondido sentido afectivo (tal vez de tímido disfrazado de protagonista de la película social) y de capacidad de gran negociador de diferencias para el bien de las partes.

 

Un día, ya consolidada nuestra honda amistad, inquirí sobre su secreto. Me lo confesó: juntar a los contendientes, si posible, escucharlas idealmente en un almuerzo y tratar, ante todo, de ponerles de acuerdo. De ser imposible, ir aprendiendo la verdad de fondo durante el amistoso intento frustrado, para aprender razones y los razonamientos y procurar así que ganara su representado. Fórmula aparentemente simple del formidable con otros sutiles elementos que me reservo.

 

Después ya solía anticipar el posible resultado antes de tomar el “vademecum” del Aranzadi que siempre coincidía con lo que había expuesto. (Pude, además, comprobarlo). 

 

Yo le conocía del pasillo del tren-cama que iba a Madrid cuando me cansé de subir el Escudo con un “127” para ir a estudiar a Madrid después de salir de trabajar. Eso debió gustarle y me invitaba a medio whisky antes de retirarnos a nuestras respectivas habitaciones rodantes. 

 

Nos veíamos de vez en cuando en Santander y Madrid. Ya he contado que incluso iba a Arturo Soria en donde estaba mi destino de la Marina en el CHAS a buscarme con un taxi o me mandaba al conductor. Recuerdo que la última vez que fuimos al teatro, la obrita tenía de protagonista a Emilio Gutiérrez Caba. Se llamaba “Salsa picante”.

 

En el hotel Menfis solíamos cenar aparte y allí me hizo confidencias personales que prometí guardar y conmigo las tendré siempre. Nunca me prohibió, sin embargo, que refiriese cómo adoraba a su hija “Leito” a quien no he tratado más que en Facebook porque un día ví su apellido. Cada vez que venía yo de visita en mis años en Estados Unidos iba a visitarle y nos poníamos al día. Bromeábamos siempre y alguna vez le dije que algunos de sus enmarcados chistes taurinos no me conmovían. (Buenas eran sus críticas de “Tinto y Oro). Pero junto a las bromas había buena comida que le mandaba preparar a la señora que nos atendía en su casa de Ucieda y salían siempre temas muy serios en los que su recto criterio me admiraba. Las citas cultas que yo añadía le regocijaban y sorprendían. 

 

En cierta ocasión coincidimos por separado en ayudar a un amigo común a separarse de la droga y, sin entrar en detalles, tuvimos éxito y la gratitud del interesado. Siendo algo distantes en lo social y en edad, nunca pude notarlo. Era como un tío de esos que hay en las familias que es, además, un poco, bastante cómplice. De hecho, alguna noche salimos a alternar en Madrid (únicamente alternar) en lugares simpáticos que no eran como el bar del Hotel Bahía.

 

Marino, generoso e inolvidable, está, sí,entre los entrañables de mi memoria. Pero ante todo he de destacar su infatigable capacidad de trabajo. Cuando la mayoría de sus contertulios se iba ya a dormir, Fernández Fontecha todavía trabajaba tres o cuatro horas de más. (Bien ganadas tiene las distinciones de la Orden de Cisneros y, entre otras, las Medallas de Oro de la Cruz Roja y de la ciudad de Santander).

 

Fue sin duda un hombre respetado. Lo merecía. Y, no voy a esconderlo, tuvo enemigos, o más bien contrarios por envidia. Era imposible evitarlo con su pinta de bien trajeado, su éxito y su calculadamente desinhibido estilo exterior, del formidable comportamiento y apariencia.

 

La última vez que fui a su despacho de Calderón de la la Barca porque me volvía a Estados Unidos, él sabía ya que se moría y me lo dijo. No podía, no quise creerlo. Es la única vez que no me hizo broma alguna. Fue aquello tristísimo y tuve que convencerme de que podía ser cierto. Es, curiosamente, la única ocasión en que me confidenció cómo le habían dolido algunos muy concretos desagradecidos. No intenté restarle importancia. Sus ojos tenían verdadera tristeza.

 

Me extendió la mano para despedirme. Le animé y le di un fuerte abrazo de amigo. De corazón.