Diario Digital controlado por OJD

RECTITUD Y DECENCIA, VALORES MORALES

Por JOSÉ RAMÓN SAIZ

Enviar a un amigo

Rectitud y decencia

 

Desde los ventanales de casa veo relampaguear sobre el mar. Llueve con fuerza y el viento azota los árboles de las dunas a mi vista. Las farolas del pueblo se han apagado y poco o nada percibo, más allá de los rayos que iluminan intermitentes el horizonte y el ruido de los truenos, lejanos también, junto a la fuerza de las olas de esta ciclogénesis. Hace unas horas he visto un mercante y me pregunto cómo debe ser la vida en alta mar en días como éstos; me imagino que algo similar a la zozobra de los marineros es lo que seguimos  soportando los españoles. He reelido este artículo que publique en la edición cántabra de El Mundo el 14 de febrero de 2014, hace pues seis años y dos meses. He optado por volcar su contenido porque considero que, al menos los valores morales que demandaba, siguen pendientes.

Pero literatura al margen, vivimos en un tiempo de calamidad económica, con una corrupción política  que no se detiene y que genera asco social. Pero hay algo que dice a los españoles que existe un sector bien nutrido donde no pasa nada, donde el inmovilismo es total  y las prebendas moneda de curso alegal. La mirada es inmediata hacia las Administraciones que se han convertido, por encima de su verdadero objeto, en el comodísimo refugio de la clase política que, por lo general, no quiere que nada cambie.

Su estructura sigue intacta, su posición no reconoce crisis -salvo si es para repercutirla en recortes a los ciudadanos- y los negocios que se generan a su sombra, por lo que se ve, permiten acumular fortunas en paraísos fiscales. Nada se cambia. Se mantienen instituciones redundantes que se solapan y se estorban, diputaciones que se dedican a repartir favores, Cámaras como el Senado absolutamente inservibles, donde sobran sus cargos electos. Así las cosas, si en España se acometiese una reforma racional de las administraciones, todo ese dinero que se esquilma al contribuyente para atender la terrible usura de la deuda financiera podría ahorrarse, sin que el servicio al ciudadano se resintiese en nada. Pero ese paso no interesa a quienes encuentran acomodo y mueven sus intereses simulando que se esfuerzan por beneficiar a la sociedad.

Hay algo que nos indica que el problema no son las leyes, el problema somos todos nosotros: nuestra tolerancia y conocida actividad de encogernos de hombros. Esta corrupción incompatible con el progreso y el bienestar no sería posible sin esa  complicidad de una parte importante de la población que se produce cuando de alguna forma el ciudadano se cree favorecido por la corrupción, o cuando el poder está tan concentrado que el ciudadano se ve impotente. Durante un tiempo pasado que coincidió con la llamada burbuja inmobiliaria, se dieron las dos condiciones. Una oligarquía poderosa puso en marcha toda una política económica especulativa al amparo de la cual se produjo un crecimiento de la clase media, que por supuesto la apoyaba. Esto explica la inmunidad, entonces,  de personas implicadas en casos de corrupción bajo el amparo de sectores de la población, que con el tiempo ha hecho metástasis en muchos eslabones de nuestra sociedad.

A los ciudadanos nos toca ejercer la autocrítica. Pero siendo justos, ni el poder está enteramente en manos de golfos ni la sociedad integrada por santos. El acto corrupto surge porque alguien lo propicia, lo tolera o no lo castiga lo suficiente, ni siquiera en las urnas. La máxima culpa la tiene quien delinque, pero también las personas permisivas con los negros sumideros. De la crisis económica se saldrá; ahora bien, nada se logrará si no existe una regeneración a fondo de conductas y de redefinición de valores esenciales de la democracia.

No puede extrañar, por tanto, que después de aquellos lujos hayamos terminado en el lamentable derribo de parte de lo conquistado en sanidad, educación y servicios sociales, la caída del comercio, las rebajas de los salarios en todos los sectores, las quiebras y cierres de empresas antes perfectamente sanas, la asfixia de los autónomos, la destrucción de grandes sectores productivos, los impagos, los desahucios y las preferentes promovidas por quienes siguen sin entrar en la cárcel tras su expolio a cientos de miles de familias medias. Y como resumen de todo este destrozo, millones de parados.

Cinco millones de personas que no pueden ganarse la vida con su trabajo representa la mayor tragedia social que ha vivido España desde hace décadas. Se ha expulsado a la exclusión a generaciones enteras, con casos especialmente sangrantes, como los de los adultos que tienen muy difícil regresar al mercado laboral, y, sobre todo, los jóvenes que, después de haber adquirido la mejor preparación que se haya dado nunca en España, están siendo enviados a la misma papelera donde terminan sus brillantes currículos.

Ese es, pintado someramente, el cuadro que hoy presenta España por mucho que se intente dulcificar: donde había negocio, llegó la quiebra; donde había trabajo, se generó desempleo; donde se encontraban oportunidades, todo se ha transformado en desierto; donde había creatividad, ahora prevalece el desánimo; donde había esperanza, existe miedo; donde había actividad, todo es vacío y donde encontrábamos  optimismo, seguimos viendo desazón.

No podemos cerrar los ojos para ignorar lo que sucede a nuestro alrededor. Ni la Corona se ha librado de los desmanes y del declive, a merced de aprovechados que perdieron el sentido de servicio y el respeto por la responsabilidad que se había puesto en sus manos. Donde se mire, aparecen casos y más casos de este derribo de la ética, que lleva a los españoles a señalar este problema como el más grave después del paro.

Los ciudadanos estamos cansados de frases estudiadas cuando arrecian tormentas para comprobar cómo luego nada cambia. Las maquinarias gigantescas que representan los grandes partidos solo engordan para premiar el único valor que cotiza al alza: la fidelidad, el asentimiento a todo por encima del criterio propio. Todo aquel que posea iniciativa o libertad, es considerado un sacrílego. Al tiempo, el sistema de financiación de los partidos está podrido.  El poder casi ilimitado que acumularon en la Transición para fortalecerse frente a las tentativas golpistas acabó por viciarse. Su vida interna representa lo menos democrático de la democracia y los ejemplos se ven todos los días.

En estos años de suicidio económico y político los españoles estamos sufriendo el peor de nuestro declive desde la llegada de la democracia. En este contexto, solo podemos afirmar que si la crisis económica ha traído al país la mayor calamidad en tiempo de paz, la crisis política que vivimos amenaza con instalarnos ante otro peligroso escenario, el peor de todos, como es la descomposición social y política del país.

La rectitud y la decencia tienen que recuperar la nobleza de su significado. La democracia son partidos y políticos, aunque funcionando con métodos de depuración garantizados para descubrir y resolver las impurezas. Exigirlo no significa poner en cuestión las reglas de juego ni la credibilidad de la democracia, sino fortalecerlas y evitar su grotesca deformación que tanto anhelan quienes sueñan con destruirla. Hace falta relanzar la ética de lo público.

España debe curar sus dos heridas. La que ha traído la pobreza  y la que ha acabado con la confianza en las personas elegidas. Ya no es posible intentar arreglar una sin atender la otra. Aún podemos levantar este país, aunque sean muchos los que ante tanta vergüenza han optado por darse de baja de toda esperanza.

 

 

Otros artículos: