RECONECTAR CON EL PUEBLO
Por JOSÉ RAMÓN SAIZ
En la mesa de John Fitzgerald Kennedy, presidente americano asesinado en Dallas (1963), figuraba esta cita bíblica: “Oh, Dios, tu mar es tan grande y mi barca tan pequeña”. En la conciencia de los españoles de finales del siglo XX y de las generaciones siguientes, debemos a Adolfo Suárez y a cuantos trabajaron con él en la etapa de la transición esta otra frase, en este caso de Abraham Lincoln, que hace honor a la grandeza de una figura de nuestra historia: “Al final, lo que importa no son los años de vida, sino la vida de los años”. En la de Adolfo Suárez hay un tiempo que sobró por la memoria perdida, pero en su biografía y en su legado hay once meses –de julio de 1976 a junio de 1977- que jamás se borrarán de la historia de la nación al acceder España a la democracia en paz civil.
Deberán transcurrir algunas décadas más -y, aun así no es seguro- para que se haga un juicio histórico objetivo sobre la transición a la democracia (1976-77) que se desarrolló en la etapa de Adolfo Suárez González (1932) como jefe del Gobierno español. Es necesario tomar más distancia de los hechos y de los personajes –están aún recientes la desaparición de protagonistas como el propio Suárez, Manuel Fraga o Santiago Carrillo- para alcanzar el juicio definitivo de la historia. Pero, en todo caso, puede anticiparse a grandes rasgos la excepcionalidad de aquella etapa por lo que significó que un Gobierno considerado de penenes lograra lo que no se había conocido en los últimos tres siglos de la vida nacional: que en España no hubiera un preso político ni un exilado.
Hace ya casi cuarenta años que Suárez abandonaba el poder dejando, sin buscarlo, una imagen que estará siempre en la retina de los españoles, como fue su enfrentamiento con Tejero en el intento de golpe de estado de 1981. A través del mismo coraje con el que encaró la primera etapa de la transición -la amnistía, la reforma desde la ley vieja, legalización de partidos, elecciones libres- cerraba su ciclo de gobernante. Desde entonces, todos aquellos que le vilipendiaban o le traicionaron a pesar de propiciarles escaños y ministerios, ahora le canonizan y muchos de sus adversarios políticos que le condenaban –por tener ambición política, que no económica- buscan curiosamente un modelo Suárez que se le parezca y suene como él con el que hacer frente a los enormes retos de la gran crisis que atravesamos.
Conceptos tales como carisma o retórica han perdido, desde los tiempos de Suárez, buena parte de su lustre, pero son indispensables para llegar a comprender por qué ha dejado una huella tan indeleble. La famosa frase, muchas veces citada, que pronunció siendo ministro del Movimiento para presentar la Ley de asociaciones políticas (partidos, en la práctica) –“hay que elevar a la categoría de normal lo que a nivel de calle es sencillamente normal”- encierra toda una filosofía de servicio y una utilización mágica de la palabra al servicio de una idea: la transición de un régimen autoritario a una democracia plena. Se puede afirmar que toda su acción se dirigió hacia el objetivo único de evitar la división, el antagonismo, el choque. Su ambición se centró en terminar con esa constante de la historia que constituían las dos Españas.
Con Adolfo Suárez vivimos -a partir de julio de 1976- una transición única en nuestra historia al hacer pasar la reforma política por las viejas Cortes, un hecho sometido no sólo a cumplir la legalidad vigente, sino también, y de manera muy especial, que todos los españoles, cualquiera que fuese su ideología política de origen, colaboraran con la conciencia limpia en la elaboración del futuro democrático. En unos casos, porque el cambio político se hacía con la aprobación de unos procuradores designados en vida de Franco. En otros, porque hombres que habían luchado por la libertad en circunstancias difíciles –incluso sufriendo cárcel- podían encontrar en la ley el camino cierto y seguro de lograr una España democrática, y en todos porque el pueblo español, en su totalidad, podía manifestar su voluntad en referéndum, como así ocurrió.
Del aquel modelo de transición, habría que destacar el deseo común sustentado en que nadie pudiera sentirse traidor o traicionado, camino en el que el referéndum del 15-D significó un clarísimo mandato popular: superar las dos Españas e iniciar un camino de normalidad. Un proceso en el que trabajó con esfuerzo y honradez para que no fuera humillante para nadie y que requirió dotes de paciencia, de habilidad y, desde luego, de profundo sentido de Estado. De ahí que en toda su acción buscara la razón de su política: el pueblo, asumiendo que por grandes que fueran las resistencias, una política nueva tenía, por fuerza, que suscitar rechazo de las estructuras que estaban más afianzadas, aunque sólo fuese por la fuerza de la costumbre. Sin embargo, frente a ello se agigantaba una gran realidad: cuando los problemas y sus soluciones las explicó, encontró la máxima comprensión y el país, en general, demostró su identificación con los propósitos del Gobierno. Ante una sociedad más abierta y más libre, faltaba el poder de la palabra con la que fue capaz de atraer y convencer.
En toda obra humana, sin duda existen errores. Suárez intentó y extremó todos sus esfuerzos por no dividir al país, hizo concesiones –a la oposición democrática, apoyada por Europa- que todos consideramos que eran necesarias para lograr la cooperación o el apoyo de otras zonas de opinión para que la empresa nacional, aunque estuviese dirigida por un Gobierno de un color, fuese de todos. Aunque objetivo admirable, temo que olvidamos un principio que puede aplicarse a todos los órdenes de la vida: no intentar contentar a los que no se van a contentar. Hay personas, grupos y territorios que –como se demuestra- mantienen su invariable enemistad, hágase lo que se haga. Los intentos de contentarlos son penas de amor perdidas. Se produjeron sin querer y, pensando que era lo patriótico, se asumieron deslizamientos a posiciones ajenas que no han respondido con generosidad.
Aunque Suárez lleva muchos años desaparecido de la política (y más desde su muerte hace varios años), seguro que compartiría la idea de que no hay poder más regenerador que el de una crisis. Estimula la reflexión y la acción. La historia –como la propia etapa de Suárez- está plagada de casos. Como un coche sin freno y cuesta abajo, la política en general vive hoy aquejada de un imparable deterioro. No es defecto de ahora, aunque los episodios de los últimos tiempos, lo han puesto descarnadamente en evidencia. La autosuficiencia con la que se mueven las clases dirigentes, el autismo de los discursos, la polarización y la radicalización de su comportamiento y el sectarismo que guía muchas de sus actuaciones, con los propios y con los extraños, son síntomas agravados con el paso del tiempo. La sociedad está asqueada. Los responsables deben analizar con atención lo que está ocurriendo si quieren reconectar con la ciudadanía. Estamos en los momentos en los que es clave la prioridad política, conscientes de que de la sacudida política desencalle el carro. Una sacudida seria y constructiva, capaz de disipar nubes y redescubrir horizontes.
Con Suárez terminó una etapa histórica y prosiguió la democracia establecida y asegurada desde 1976. Lo que nos importa a todos es que salgamos cuanto antes de una siniestra marcha atrás hacia lo ya ensayado y fracasado. La generosidad que Suárez demostró en la transición y, sobre todo, ante el adversario político, plantea la exigencia de una misma generosidad a los partidos dominantes para que regresemos a los orígenes ilusionantes de la democracia con reformas necesarias para que el sistema elegido no se agriete más. Regenerar puede valer, pero mejor cambiar los modos y hábitos de la política para llenarla de frescura, una necesidad inaplazable para asfixiar la inmundicia.
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