LA TRIFUCA Y LA GUERRA
Por GABRIEL ELORRIAGA
La dimisión del jefe del Estado Mayor de la Defensa –aparte las circunstancias de órdenes cumplidas por el general Villarroya- es sintomática, junto a la interinidad del ministro de Sanidad, de la insuficiencia operativa del Gobierno para hacer la guerra contra una pandemia global. Los actuales gobiernos de los países occidentales están en un singular estado de guerra para salvar las vidas, la salud y la economía de sus habitantes. Es una guerra contra una pandemia que ha matado a dos millones de personas por enfermedad y está por saber cuántas por pobreza. Una pandemia que no es una gripe estacional sino una amenaza cuyo coste aún no podemos medir en vidas y en economía y trabajo de los ciudadanos libres que solo puede vencerse con la vacunación masiva y rápida contra el virus y sus posibles variantes.
En esta guerra España no es un sujeto pasivo sino parte activa especialmente comprometida por su situación geográfica entre Europa y África y su red de intercambios como potencia turística y país de acogida de emigración. Por eso el esfuerzo de un Gobierno que estuviese a la altura de las circunstancias debería dedicarse obsesivamente a ganar esa guerra con todas las energías nacionales y no a perderse en trifulcas políticas de segundo orden. Una guerra no permite distracciones ni negligencias. Hay que ganarla a toda costa.
El actual Gobierno de España no ha entendido este reto. El saliente ministro de Sanidad no lo hace por razones derivadas de su cargo sino para participar en una trifulca entre partidos participes en unas elecciones en Cataluña mantenidas en su fecha sin tener en cuenta si a los electores les convendría sanitariamente tal fecha o si al resto de los españoles les convendría acentuar las medidas de prevención en cuanto a toques de queda o limitación de actividades que, si se aplicasen en todo el territorio nacional, serían argumento inesquivable para aplazar dichas elecciones. Para el Gobierno lo único importante es que Salvador Illa goce de las ventajas de su exposición televisiva como ministro en favor de sus pretensiones como candidato y antes que se produzca el desgaste de su imagen por la lentitud y las irregularidades del proceso de vacunación. Tendría cierta justificación que la tal candidatura de Illa pretendiese redimir a Cataluña de la decadencia a la que le ha llevado el nacionalismo y que Illa, como ministro del Gobierno de España, fuese un defensor acérrimo del mantenimiento en Cataluña de los valores constitucionales. Pero Illa va a unas elecciones presionadas para, según los resultados, pactar con los partidos separatistas alguna fórmula de contraprestaciones para que Pedro Sánchez siga contando con los votos separatistas en su bodrio parlamentario. El polivalente ministro de Sanidad no está donde estaba para hacer la guerra a la pandemia sino para confrontarse en una trifulca regional de resultados inciertos. El jefe del Estado Mayor tampoco estaba para movilizar los medios militares para acelerar el proceso de vacunación del pueblo sino para aplicar unas órdenes en que, según parece, eran preferentes los componentes destinados a misiones militares en el exterior y no a los que se hubiese necesitado para cooperar en una campaña de vacunación masiva.