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CHILE: LOS ELEVADOS RIESGOS DEL VANGUARDISMO

Por ENRIQUE GOMARIZ

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En círculos políticos y académicos latinoamericanos existe coincidencia acerca del terremoto político que ha sacudido Chile tras conocerse los resultados de las elecciones presidenciales del pasado 21 de noviembre. El hundimiento de las formaciones de centroizquierda y centroderecha que han gobernado ese país desde la recuperación de la democracia, se corresponde con el paso a la segunda ronda de esta elección de las dos fuerzas que representan los extremos de una grave polarización social. Y la ventaja del candidato derechista José Antonio Kast (28% de los votos), frente a su rival en esa segunda vuelta, el izquierdista Gabriel Boric (25,5%) ha multiplicado el temor en los sectores progresistas de que pueda emerger un segundo Jair Bolsonaro en América Latina.

No es exagerado compartir ese temor. La región no necesita otro Bolsonaro ni tampoco una acumulación de experiencias polarizadas. No obstante, es curioso que la mayoría de las observaciones que parten de este supuesto luego no hagan el mismo esfuerzo para explicar de dónde surge en Chile la posibilidad de que una candidatura como la de Kast pueda ganar las elecciones.

Sin embargo, no es imposible conseguir esa explicación, que, por cierto, recoge abundantes experiencias históricas. La conjunción entre cultura política atrasada y vanguardismo grupal es tan vieja como la revolución rusa de 1917 y sus consecuencias para el sistema político democrático ya fueron señaladas hace un siglo por Karl Kautsky, especialmente en su libro sobre democracia y dictadura, al que, por cierto, la historia le ha dado toda la razón.

En el Chile actual, el primer elemento (amplios sectores de población de pobre cultura política) puede observarse desde varios ángulos. El primero refiere a la elevada abstención reinante, una vez que el voto ha dejado de ser obligatorio: a los comicios presidenciales pasados solo un 47% de los posibles electores acudieron a las urnas y en los que dieron paso al proceso constitucional solo participó el 51% del electorado. Es decir, se constata que en torno a la mitad de la población le interesa poco o nada la suerte del sistema político. Algunos observadores consideran esto como una herencia del régimen de Pinochet y algo de razón tienen: las generaciones que crecieron bajo la dictadura fueron educadas bajo el criterio (ideológico) de que el éxito personal guarda relación con el rechazo de la política, que tantos males había provocado al país en el pasado. Pero, sea como sea, lo importante es retener que hay una elevada proporción de ciudadanía que presenta una baja cultura democrática.

En este contexto, se produjo la explosión social de 2019 que también sorprendió por su envergadura. Sus causas, sin embargo, tenían un claro respaldo en la desigualdad rampante del país y los efectos de la crisis económica. A ello se sumaba un recambio generacional que objetaba la transición democrática, acusada de una lentitud que mantenía ciertos vestigios del sistema pinochetista, además de no haber tocado a fondo el modelo económico procedente del régimen militar. Las protestas fueron acogidas por un amplio abanico de sectores de izquierda y, de hecho, fueron el punto de partida para la entrada en la política de muchos jóvenes activistas, Gabriel Boric entre ellos. Ese espíritu se proyectó en la perspectiva de un cambio constitucional, que parecía avanzar sin grandes tropiezos.

Hoy, usando una mirada retrospectiva, muchos observadores progresistas consideran que las protestas de 2019 han sido sobrevaloradas, o como dice la politóloga argentina Yanina Welp, “sobrefestejadas”, tanto respecto de las expectativas de transformación que podía generar como de la invisibilización de las consecuencias sociopolíticas que pudieran provocar. MI juicio es que hace falta distinguir la causa justificada de las protestas de su prolongada expresión política, que incorporó una fuerte dosis de violencia incontrolada; la cual, sin embargo, recibió la vista gorda de buena parte del izquierdismo chileno. Algo que tuvo consecuencias concretas también en los barrios menos favorecidos. Como dice el dirigente socialista Camilo Escalona, en la comuna La Pintana, donde la izquierda obtuvo siempre en torno al 70%, ahora no hay ningún supermercado porque todos fueron quemados en el estallido y la gente tiene un grave problema de abastecimiento. Hoy la derecha ha recuperado su presencia en esa y otras comunas pobres del país. De igual forma, en el sur, donde tuvo lugar la violenta protesta mapuche, la candidatura de José Antonio Kast ha obtenido más del 60% de los votos en estas elecciones.

Todo indica, pues, que, tanto en el fondo como en la forma, la explosión de 2019 fue aprovechada por una izquierda radical que se desprendió del resto del país para dar un gran salto adelante. Y dos años después, el Chile profundo, lastrado por un enorme bolsón de población apolítica, acentuadamente asustado, se lo está cobrando.

Se cumple así la experiencia de la fórmula histórica: vanguardismo grupal en medio de una ciudadanía con importantes sectores de cultura política atrasada sólo puede dar lugar a una dictadura de la vanguardia o bien a una reacción de una derecha no menos radical. Ese es el elevado riesgo que presenta la candidatura de Gabriel Boric para la segunda vuelta, inmerso en una alianza donde el partido mas sólido no es otro que el Partido Comunista de Chile. El próximo 19 de diciembre, su oponente, Kast, tiene más fácil el camino hacia la presidencia del país. A menos que la otra mitad (abstencionista) reaccione a tiempo. Pero incluso si lo hace, para evitar un nuevo Bolsonaro, el país quedará en manos de un gobierno presionado por los sectores radicales que lo apoyan, que polarizará Chile de forma indeseable, con alto nivel de inestabilidad institucional.

Lo que sucede en Chile reivindica la recuperación del verdadero sentido de la propuesta progresista; en decir, aquella que es capaz de halar del conjunto del país, midiendo el ritmo que ello requiere, sin dar saltos vanguardistas de alto riesgo. Se me ocurre un ejemplo inmediato: el gobierno semáforo de socialdemócratas, verdes y liberales que se estrena en Alemania, una fórmula que permite avanzar en derechos y libertades a una mayoría, arrinconando a la extrema derecha. Creo que esa es la verdadera perspectiva progresista y no ese nuevo progresismo tan favorable al vanguardismo que se vende hoy en la región. Dicho en términos españoles, algo así como aquella oportunidad perdida de un acuerdo entre PSOE y Ciudadanos y no el que hizo Sánchez con Podemos con tal de mantenerse en el poder.

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