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ESTE SER POLÍTICO Y SAGRADO

Por GABRIEL ELORRIAGA

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Con toda su complejidad la física contemporánea es más simple que nuestra propia vida. Todo lo que sabemos, o dicho más modestamente, lo que saben los físicos sobre las partículas atómicas, las ondas gravitacionales, los agujeros negros y la expansión de las galaxias, son temas más fáciles de comprender que la clave del pensamiento humano capaz de medir el curso de los astros, la velocidad de la luz o el fuego solar escondido en el núcleo de los átomos.

Que un ser mínimo, una insignificante partícula de materia perecedera, que vive fugazmente sobre la costra templada de un globo caliente, similar a otros millones de esferas que forman el polvo de estrellas que llamamos galaxias, sea capaz de medir el hecho elemental de una explosión, sucedida hace trece mil ochocientos millones de años, que transformó la materia densa en dinámica expansiva es, en sí mismo, un fenómeno más asombroso y desproporcionado que esa vulgar explosión gigantesca hacia no sabemos dónde a la que llamamos Big Bang.

Ese complejo de electrones, fotones, quarks, y gluones es más comprensible que el cuerpo de un bebé que mama y que llora. A Einstein le asombraba cómo los hombres analizaban el universo aunque, en su tiempo, se sabía menos que ahora y no pasaba por la cabeza pisar la luna o escarbar en el suelo de Marte.

La materia y la energía se rigen por contadas leyes físicas y su computación matemática es más predecible que la historia turbulenta de los antecedentes históricos y las relaciones sociales de nuestra especie como moradores de la superficie de un planeta cuyo interior desconocemos y sobre el que convivimos con otros seres, más grandes o más pequeños, a todos los cuales superamos o dominamos hasta donde es posible, con una inteligencia superior a nuestra fuerza.

La química haría posible la evolución de la materia inanimada pero tampoco es una cocina especial capaz de formar seres humanos sino que bastante hace con facilitar la evolución de vegetales o animales que se desarrollan de acuerdo con procesos naturales, sin facultades para hacerse cuestión de su propia existencia ni para juzgar la moralidad de sus conductas. Física y química juntas no son bastantes para hacernos imaginar la existencia de criaturas en otros mundos o en otras dimensiones ni para obligarnos a labrar la piedra para construir murallas que nos defiendan de nuestros semejantes ni templos para ofrecer techo a lo invisible.

Es lógico descartar que la existencia de miles de millones de astros parecidos a la Tierra pueda deberse a la única voluntad decorativa de crear cielos eternamente estrellados y que la vida humana sea un accidente fortuito provocado por la caída de un asteroide que trajese la semilla especialísima de una criatura diferente a lo que la física y la química terrestres pudieran alumbrar por su propia naturaleza.

No entra en nuestras especulaciones analíticas una escala de proporciones temporales y dimensiones inabarcables que explique el nacimiento natural de una mente creativa, capaz de sentir la música de las esferas, los colores puros o la esencia de los estilos. Todo aquello que no existe como realidad palpable y solo existe porque nosotros somos capaces de imaginarlo. Y que si emanase de otro mundo no haría sino trasladar el misterio a otra base original.

Nuestra historia como personas sociables con conciencia global, más allá de los grupos de contacto directo y capaces de conectar el pasado y el futuro de la existencia más allá de nuestra propia vida es un brevísimo minuto en el transcurso de las vueltas sobre su eje de este planeta que no pasa de ser una mínima concreción esférica en un universo cuyos límites no conocemos y que no sabemos si es el único espacio existencial o una pieza constituyente de otras configuraciones.

Nuestra forma de ver y explicar la existencia no permite una única interpretación posible desde conceptos de tiempo y velocidad incompatibles con nuestra mecánica, nuestra electrodinámica y las tecnologías resultantes. El hecho de reflexionar sobre lo que sucedía antes del Big Bang nos abruma de ignorancia pero la capacidad mística de soñarlo nos eleva sobre la naturaleza que nos circunda y sus animales convivientes con nuestra humanidad con unas distancias astronómicas.

En cada animal autónomo viven más átomos que estrellas en la galaxia. Pero las redes que enlazan nuestras neuronas no pueden concebirse como un simple azar evolutivo de la mente primordial, de la misma manera que nosotros no podemos considerar que una inteligencia artificial sea producto de un puzle de piezas conjuntadas por el instinto de un niño.

Una versión teológica de la Creación es una vía indemostrable del discurso humano y, sin embargo, los humanos somos capaces de dibujarla con pinceles de artista. Es nuestra capacidad de pensar sobre todo en todos los tiempos y diseñarlo a la medida de nuestra voluntad y nuestra esperanza. Lo importante sería saber por qué poseemos esa voluntad sagrada de creer en lo que no conocemos y de pensar que somos más que todo lo que nos rodea.

Nos extendemos desde nosotros mismos hacia un futuro ilimitado sabiendo que viajamos fuera de nuestra mismidad desde que nacimos como un animal político que se equivoca o como un animal sagrado que peca. No nos conformamos con navegar sobre el agua y volar sobre el aire que rodea nuestro suelo compacto, ni con vencer a la gravedad que nos ata a la tierra. Queremos ocupar los vacíos del universo con un espíritu superviviente a la muerte de nuestra carne.

Una ambición inmensa para una microexistencia perdida entre el polvo de estrellas que se encienden y se apagan en un firmamento que sólo vemos desde la noche. Somos unos seres con conciencia hereditaria que se atreven a ordenar los coros de los ángeles no siendo capaces de organizar nuestra propia convivencia pacífica. Somos así, como solo nos podrá comprender el autor del misterio.

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