Cuarenta años de la muerte de María Moliner: el mundo ordenado mediante palabras
Pone los vellos de punta su frase recurrente: Lo mejor que puede hacerse con los recuerdos es quemarlos.
Pedro Laín Entralgo y Rafael Lapesa la propusieron, sin éxito, para el sillón B. Aunque los contrincantes de Moliner eran especialistas muy meritorios, a ella -víctima de su tiempo y de la condición humana- se la excluyó por su intrusismo tanto de sexo (la Academia había rechazado antes a Gertrudis Gómez de Avellaneda, a Emilia Pardo Bazán y a Concha Espina) como de profesión: Moliner no era filóloga y sin embargo había escrito -sola- un diccionario que cuestionaba y superaba al de la RAE. ¿Iban los académicos -ancianos en su mayoría- a permitir que una simple bibliotecaria se les subiera a las barbas? Ahórrese la respuesta.
“Me habría gustado ser académica”, confesó Moliner a su hija Carmen, y también que la desilusión le duró poco, pues enseguida la metamorfoseó en alivio. De un lado el marido estaba ciego. De otro, ella, enferma; “no habría podido cumplir mis obligaciones”, (se) dijo. Tenía tan alto sentido del deber que no aceptó el ofrecimiento de Laín y Lapesa de presentar nuevamente su candidatura. Fue así -producto de la fatalidad y del sexismo de
Solo con ojear sus volúmenes se adivina que es un trabajo hercúleo. En su hechura, Moliner empleó hectómetros de fichas y quince años de tenacidad prodigiosa. La impulsaba, según su hija, “el deseo de ordenar el mundo a través de las palabras”. También el hastío de saberse intelectualmente desaprovechada. Antes del triunfo de los sublevados, Moliner -funcionaria por oposición al Cuerpo Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos- había sido directora de la Biblioteca de la Universidad de Valencia; cofundadora de la escuela Cossío; figura clave en la impulsión de las Bibliotecas Populares y de las Misiones Pedagógicas; había diseñado el Plan de Bibliotecas del Estado y coordinado la Junta de Adquisición de Libros e Intercambio Internacional, responsable, pues, de dar a conocer en el extranjero a Machado y a Hernández, entre otros. Pero el franquismo, a pesar de que jamás perteneció a ningún partido ni sindicato, la hizo descender dieciocho peldaños en el escalafón, para trabajar opaca y desaladamente en la biblioteca de la Escuela Técnica Superior de Ingenieros de Madrid. Allí se la trataba con desdén: “la roja esa”, decían. Era 1952 y -oportunamente- su hijo Pedro le regaló el Learner’s Dictionary of Current English. Lo vio claro: su inteligencia aún podía resultar socialmente útil.
Se preguntará de dónde pudo nacerle semejante optimismo. Se necesita mucha tenacidad para, durante tres lustros, dedicar a un diccionario diez horas diarias de trabajo, más allá de una jornada de cinco en la biblioteca. La fuerza le manaba del mismo lugar del que, siendo adolescente, le brotó empuje para sobreponerse a un destino previsible de pobreza: cuando tenía trece años, su padre -médico en la Marina- “se marchó a por tabaco” a América. No le quedó otra que ayudar a una madre enferma del corazón -y descorazonada- a criar a sus hermanos. María Moliner -que siempre decía a sus hijos que “lo mejor que puede hacerse con los recuerdos es quemarlos”- se olvidó en aquellos años de que era apenas una niña, y usó el fuego de su inteligencia y su edad para traer dinero a casa. Infatigable, impartió clases particulares de latín a niños y mayores. Como si de una adulta se tratara, suplió con esfuerzo y disciplina la ausencia del padre fugado. Luego estudió Historia en la universidad de Zaragoza y aun le quedó tiempo para colaborar entre 1917 y 1921 con el Estudio de Filología de Aragón en la confección del Diccionario Aragonés.
Hay consenso en que fue muy humilde a pesar de su inteligencia y voluntad excepcionales, dos resortes que, incluso en la adversidad, la empujaron hacia adelante, hasta que una enfermedad atroz la abismó en el olvido interior de un cerebro lesionado, y el mundo que tan minuciosamente había ordenado a través de las palabras, se le desbarató. Pone los vellos de punta su frase recurrente: Lo mejor que puede hacerse con los recuerdos es quemarlos.