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Párrafos de señoras, por Úrsula Álvarez

"Yo, por mi parte, siempre desconfiaré de quien se explique demasiado". Domingo Gutiérrez Cueto. Santander, 1870-1921.

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Párrafos de señoras, por Úrsula Álvarez
28-09-2022

Imágen: Una de las nietas de Chapetón Cueto

Párrafos de señoras

 Por ÚRSULA ÁLVAREZ GUTIÉRREZ

A mediados de los años cuarenta del siglo pasado, Luisa sacó adelante a sus hijos “sola”, luego de que San Pedro convocara a su esposo sin aviso previo. El difunto repentino apuraba los preparativos para mudar a su familia de América a Europa cuando un infarto frustró sus planes. Al dolor inmenso de la pérdida, Luisa tuvo que sumar la tarea desafiante de encargarse de una prole numerosa, de distintas edades y cordura cuestionable. Ante la intransigencia de la muerte, congregó a sus hermanas, las solteras (“no hubo un porfiado”), y entre todas conformaron el matriarcado que crio a la sarta de locos y logró que llegaran a adultos enteros, salvo por el tornillo que siempre les faltó. Luisa nunca se compadeció de sí misma, jamás se consideró “una mujer sola” y mucho menos, “sólo una mujer”.

La Guti tenía más o menos seis años cuando obedeció a su naturaleza de metiche y salió detrás de su hermana mayor a la calle para oír su conversación. La Guti había imaginado que la conversa sería sabrosa pero no lo fue, la aburrió, se dio la vuelta y arrancó a correr hacia su casa. Un grito la detuvo: “¡EEEL TRAAANVÍAAA!” Desconcertada, la niña volteó y vio su destino, apachurramiento fijo. En lugar de saltar hacia un costado como mandaba la lógica, La Guti levantó la mano y gritó, “¡AAALTOOO!”, como si una niña de seis años y quince kilos pudiera detener al armatoste con la fuerza de su voluntad. ¡Ay Dios, ésta mocosa encima de ciega, es loca!, pensó el conductor del tranvía y aunque logró frenar, dio un empujón al cuerpecito. Cuando La Guti abrió los ojos, estaba echada en la cama de su madre y un montón de ojos la contemplaban. Al verla resucitar, su hermana mayor explotó, “¡hay que ser bruta!” Varios años después, cuando La Guti era adolescente, su profesor de religión, un sacerdote amigo de la familia, caminaba por el salón de clase... “Porque en seis días hizo el Señor los cielos y la tierra, el ma…” “Mentiiiira”, decía una vocecita desde el fondo del salón. “Dios creó al hombre a imagen suy…” “Mentiiira”. El sacerdote reconoció a la faltosa, era La Guti, pero en consideración a su familia, continuó... “y de la costilla que Dios tomó del hombre, hizo una mu…” “Mentiiiraaa”. “¡AFUEEERAAA!” terminó La Guti. En casa la castigaron por irrespetuosa y por dejarse descubrir. El tranvía de sus seis años fue el primero de los mil que la han empujado a lo largo de su vida, ella ya aprendió que no puede detener a ninguno pero también sabe que después, una puede volver a ponerse de pie. Ahora La Guti tiene más de setenta años y de vez en cuando canta, “soooy cooomo soooy y nooo me parezco a naiden”.

Cuando Lanchita (así le decía su abuelita), se casó, hace como sesenta años, la mayoría de mujeres de su medio no trabajaba. Era profesora, le gustaba su trabajo y no le dio la gana de dejarlo. Explicó a su marido que la casa la llevarían juntos; su suegra, sus cuñadas y sus concuñadas estuvieron a punto de explotar de indignación cuando supieron que el pobrecito sabía planchar y hasta bañar a los niños, mientras que ellas prácticamente vestían y poco les faltaba para talquear el trasero de sus maridos. A Lanchita, antipatiquísima ella, le importó poco lo que pensara el mundo, siguió trabajando hasta jubilarse y aleccionó a sus hijas para depender únicamente de sí mismas; casi las mata del susto y de la risa cuando puso cara de bruja para enseñarles cómo reaccionar si algún día un hombre les levantaba la voz: “lo miran fijamente a los ojos, no bajan la mirada por ningún motivo, se le acercan lentamente con esta cara de loca malvada y verán que lo convencen de que están poseídas”. Lanchita dejó a sus hijas la receta de la mejor torta de manzana del mundo, la certeza de ser Suficientes y el ejemplo de su carácter.

Robustiana era una niña pequeña que tenía una vida normal y feliz con su papá, su mamá y sus hermanitos, hasta que un mal paralizó a su padre y puso el mundo al revés. Después de mil revisiones, los médicos concluyeron que no había nada que hacer por el enfermo y su mujer lo llevó de vuelta a casa.  Robustiana adoraba a su padre y aunque era muy pequeña, sabía que llorar no solucionaba nada. Cada vez que el médico venía, ella entraba al dormitorio con él y preguntaba “¿cómo ayudo?” Entre ambos movían al enfermo. “¿De dónde saca tanta fuerza una niña tan chiquita como tú? ¡Aaah, ya lo sé, es que tú eres Robustiana!”, decía siempre el médico y así fue como le quedó el nombre. Robustiana era una experta cargando a su padre cuando él finalmente murió varios años después. Entonces su salario dejó de llegar, el mundo volvió a derrumbarse y otra vez, Robustiana preguntó  “¿cómo ayudo?”

La Universitaria Tardía postuló a la universidad cuando tenía más o menos cuarenta años, porque sintió que su matrimonio se iba a pique y supo que de “ama de casa” no podría seguir, si dependía del marido, enamorado de otra mujer con el mismo nombre (evitemos confusiones), no habría casa de la cual ser ama. Cuando terminó la carrera, La Universitaria Tardía consiguió un trabajo, expulsó al traidor de su vida, se sintió la dueña del mundo y lo fue. La reacción de La Universitaria Tardía ante la desdicha agrandó la admiración que sus hijos sentían por ella. Uno de ellos la llama “Señora” y el término no podría ser más preciso.

Abran Paso abandonó a su marido cuando su puntería al lanzarle los platos llegó a ser tan exacta que se asustó de sí misma, mí misma, un día de estos lo matas y terminas presa por decapitar a un adefesio. Se marchó dejándole todo: la casa, el auto, el perro, hasta los hijos. Se llevó un poco de ropa y mucho miedo, buscó refugio en casa de sus padres ancianos y se dedicó a trabajar con un sólo objetivo. Tan pronto pudo, recuperó a sus hijos y los crió sin aceptar ni un centavo del hombre al que decidió abandonar. Sus argumentos para dejarlo permanecieron desconocidos, pero siempre se refirió a él como “el adefesio” y tratándose de una mujer tan inequívoca, sus razones ha de haber tenido. Abran Paso fue llamada “loca” y hasta idiota por “dejarle las propiedades”. Lo que no le dejó fue su dignidad. Se rehízo sola y abrió camino pisoteando prejuicios en una época y una ciudad muy duras para una “mujer sola”, aunque ella jamás se consideró tal, ni mucho menos, “sólo una mujer”.

Cuando Lealtad era poco más que una adolescente, se sorprendió a sí misma y a su pedacito de mundo al salvar a su enamorado de una muerte fija a manos de una turba que apestaba a licor de última. Lealtad se metió a la bronca en la que un montón de borrachos golpeaba a su enamorado. A punta de groserías y empujones, se plantó detrás de él, espalda con espalda, gritando todas las blasfemias que conocía o iba inventando del puro susto, mientras agitaba brazos y piernas de la forma más amenazante que se le ocurrió. Así salvó la vida de él y convenció a los bravucones de que las mujeres somos todas unas locas peligrosas, ni uno se atrevió a tocar a la aparición con veinte brazos, cincuenta piernas y léxico lumpen. De aquella manera, ruidosa y explosiva, su espíritu le descubrió su esencia. Han pasado muchos años desde aquella pelea desigual, la vida ha sido muy explícita con Lealtad al mostrarle casi todas las formas que tiene de ser cruel. Ella ya sabe que una turba maloliente es más fácil de olvidar que algunos golpes de otro tipo, pero ante cada uno, sigue el procedimiento que manda su espíritu: protege su espalda y la de quien ama y después, hace lo que sea necesario, con miedo o sin él. Lealtad sólo olvida que es  valiente cuando ve una libélula, huye de ellas como si fueran pirañas aladas. 

"Yo, por mi parte, siempre desconfiaré de quien se explique demasiado".

Domingo Gutiérrez Cueto. Santander, 1870-1921.

Por un feminismo que permita a cada mujer ser lo que quiera ser.

Úrsula Álvarez Gutiérrez

Santander, septiembre del 2022