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Marino Fernández Fontecha, formidable abogado (y persona)

También fue político y, con ser importante, cuenta menos. Había sido teniente alcalde en su debut reinosano, también Procurador en Cortes por los ayuntamientos de la tierra (X legislatura) y finalmente alcalde de Santander.

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Marino Fernández Fontecha, formidable abogado (y persona)
03-04-2020

Por JESÚS PINDADO

Marino Fernández Fontecha fue la personificación del abogado de éxito. Nunca haber sido alcalde de Santander (entre 1974 y 1976) empalideció o mejoró esa imagen. Si acaso la distrajo un poco. Y digo abogado en Cantabria, en donde tuvo diverso merecidos cargos en la Junta de gobierno, pero ejerció en toda España pues perteneció a los Colegios de Barcelona y Madrid en donde en tiempos de pleitos (¿cuándo no los hay?) mantenía un brillante despacho en la calle Vitrubio, a donde yo iba a verle y siempre me recibía con afecto y muy apreciable simpatía.

También fue político y, con ser importante, cuenta menos. Había sido teniente alcalde en su debut reinosano, también Procurador en Cortes por los ayuntamientos de la tierra (X legislatura) y finalmente alcalde de Santander. Uno de los que quiso cambiar muchas cosas inadecuadas... y no pudo tener tanta suerte. 

En fin, lo de abogado pesa mucho más y, con ser apreciado su sobrino Chucho Pellón, lo siento y no hay intención (menos, mala) pero no le llega. Sencillamente porque cada uno es único y él sí que lo era de verdad.

Y lo era también como amigo entrañable, lo cual, entre otras raíces, dimanaba de su arrolladora personalidad con bondad y un singular humor con punta de ironía mezclada con una dosis de chanza.

Pero lo que yo percibía es que una cosa era la exterioridad del celebrado personaje público con su traje caro, el pañuelito de seda en el bolsillo superior de la chaqueta y un par de los mejores puros habanos  (yo tomaba uno con descaro) y otra, la persona. 

La persona era formidable por el empaque, pero también por lo que significa el término: “que tiene alguna cualidad o característica positiva en alto grado”. La tenía: en su casi escondido sentido afectivo (tal vez de tímido disfrazado de protagonista de la película social) y de capacidad de gran negociador de diferencias para el bien de las partes.

Un día, ya consolidada nuestra honda amistad, inquirí sobre su secreto. Me lo confesó: juntar a los contendientes, si posible, escucharlas idealmente en un almuerzo y tratar, ante todo, de ponerles de acuerdo. De ser imposible, ir aprendiendo la verdad de fondo durante el amistoso intento frustrado, para aprender razones y los razonamientos y procurar así que ganara su representado. Fórmula aparentemente simple del formidable con otros sutiles elementos que me reservo.

Después ya solía anticipar el posible resultado antes de tomar el “vademecum” del Aranzadi que siempre coincidía con lo que había expuesto. (Pude, además, comprobarlo). 

Yo le conocía del pasillo del tren-cama que iba a Madrid cuando me cansé de subir el Escudo con un “127” para ir a estudiar a Madrid después de salir de trabajar. Eso debió gustarle y me invitaba a medio whisky antes de retirarnos a nuestras respectivas habitaciones rodantes. 

Nos veíamos de vez en cuando en Santander y Madrid. Ya he contado que incluso iba a Arturo Soria en donde estaba mi destino de la Marina en el CHAS a buscarme con un taxi o me mandaba al conductor. Recuerdo que la última vez que fuimos al teatro, la obrita tenía de protagonista a Emilio Gutiérrez Caba. Se llamaba “Salsa picante”.

En el hotel Menfis solíamos cenar aparte y allí me hizo confidencias personales que prometí guardar y conmigo las tendré siempre. Nunca me prohibió, sin embargo, que refiriese cómo adoraba a su hija “Leito” a quien no he tratado más que en Facebook porque un día ví su apellido. Cada vez que venía yo de visita en mis años en Estados Unidos iba a visitarle y nos poníamos al día. Bromeábamos siempre y alguna vez le dije que algunos de sus enmarcados chistes taurinos no me conmovían. (Buenas eran sus críticas de “Tinto y Oro). Pero junto a las bromas había buena comida que le mandaba preparar a la señora que nos atendía en su casa de Ucieda y salían siempre temas muy serios en los que su recto criterio me admiraba. Las citas cultas que yo añadía le regocijaban y sorprendían. 

En cierta ocasión coincidimos por separado en ayudar a un amigo común a separarse de la droga y, sin entrar en detalles, tuvimos éxito y la gratitud del interesado. Siendo algo distantes en lo social y en edad, nunca pude notarlo. Era como un tío de esos que hay en las familias que es, además, un poco, bastante cómplice. De hecho, alguna noche salimos a alternar en Madrid (únicamente alternar) en lugares simpáticos que no eran como el bar del Hotel Bahía.

Marino, generoso e inolvidable, está, sí,entre los entrañables de mi memoria. Pero ante todo he de destacar su infatigable capacidad de trabajo. Cuando la mayoría de sus contertulios se iba ya a dormir, Fernández Fontecha todavía trabajaba tres o cuatro horas de más. (Bien ganadas tiene las distinciones de la Orden de Cisneros y, entre otras, las Medallas de Oro de la Cruz Roja y de la ciudad de Santander).

Fue sin duda un hombre respetado. Lo merecía. Y, no voy a esconderlo, tuvo enemigos, o más bien contrarios por envidia. Era imposible evitarlo con su pinta de bien trajeado, su éxito y su calculadamente desinhibido estilo exterior, del formidable comportamiento y apariencia.

La última vez que fui a su despacho de Calderón de la la Barca porque me volvía a Estados Unidos, él sabía ya que se moría y me lo dijo. No podía, no quise creerlo. Es la única vez que no me hizo broma alguna. Fue aquello tristísimo y tuve que convencerme de que podía ser cierto. Es, curiosamente, la única ocasión en que me confidenció cómo le habían dolido algunos muy concretos desagradecidos. No intenté restarle importancia. Sus ojos tenían verdadera tristeza.

Me extendió la mano para despedirme. Le animé y le di un fuerte abrazo de amigo. De corazón.