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Criminalia analiza al "Mataviejas" que asesinó en Santander a 16 ancianas en 1987-88

Su periodi de actividad se desarrolló entre 1987-88 y ejecutó 16 asesinatos, siendo detenido el 19 de mayo de 1988. Método de matar: asfixia por sofocación. Fue condenado a 440 años de prisión.

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Criminalia analiza al "Mataviejas" que asesinó en Santander a 16 ancianas en 1987-88
11-03-2016

El proyecto se llama Criminalia. Y se ha convertido, desde su nacimiento hace apenas cinco meses, en la base de datos en español más grande del mundo sobre asesinos en serie, asesinos en masa y casos criminales. «En los últimos años hemos trabajado muy duro para hacer de éste un sitio web de referencia, con información seria y gratuita sobre crímenes y criminales», explica su creador, el periodista y criminólogo Juan Ignacio Blanco. Entre crímenes tan famosos como el de Los Galindos, el de los Marqueses de Urquijo, el de Cuenca o el de Puerto Hurraco. Entre los asesinos destacaos figura el santanderino José Antonio Rodríguez Vega, conocido por El Matviejas. Esta es la historia de sus crímenes.

El Mataviejas

  • Clasificación: Asesino en serie
  • Características: Violador convicto
  • Número de víctimas: 16
  • Periodo de actividad: 1987 - 1988
  • Fecha de detención: 19 de mayo de 1988
  • Fecha de nacimiento: 3 de diciembre de 1957
  • Perfil de las víctimas: Victoria Rodríguez, 61 / Simona Salas, 84 / Margarita González, 82 / Josefina López, 86 / Manuela González, 80 / Josefina Martínez, 84 / Natividad Robledo, 66 / Catalina Fernández, 93 / María Isabel Fernández, 82 / María Landazábal, 72 / Carmen Martínez, 65 / Engracia González, 65 / Josefina Quirós, 82 / Florinda Fernández, 84 / Serena Ángeles Soto, 85 / Julia Paz, 71
  • Método de matar: Asfixia por sofocación
  • Localización: Santander, España
  • Estado: Condenado a 440 años de prisión el 5 de diciembre de 1991. Asesinado en prisión el 25 de octubre de 2002
  • José Antonio Rodríguez Vega – El asesino de ancianas

    Francisco Pérez Abellán

    Primero fue «el violador de la moto». Con su cara de buena persona consiguió el perdón de la mayoría de sus víctimas. Otra vez en libertad, abusó de dieciséis ancianas y las mató en el transcurso de un año. Durante el juicio se mostró imperturbable, cínico y sonriente.

    De vez en cuando, con más frecuencia de la que se supone, surge un psicópata desalmado, autor de crímenes en serie, que sabe lo que hace, pero no lo siente. Produce un desarrollo neurótico de su personalidad y desarrolla una perversión sexual múltiple, aunque su psicopatía es una forma de ser, pero no una enfermedad mental. Mata consciente del acto de matar, lo que habitualmente le proporciona placer.

    El desarrollo de la psiquiatría permite descubrir a estos pervertidos y separarlos de los enajenados. La diferencia es cualitativa: los locos no son imputables, mientras que los psicópatas desalmados pagan por sus crímenes.

    Uno de estos ejemplares humanos distintos a los demás, capaces de superar en horror a todo lo conocido, fue detenido en Santander a finales de la década de los ochenta. Se trata del albañil José Antonio Rodríguez Vega. Un hombre moreno, de mirada penetrante. De nariz aguileña y boca muy marcada. Con cierto aire de desamparo.

    Pese a su aspecto inofensivo, fue culpado de al menos dieciséis asesinatos de ancianas. Durante el juicio hubo que discernir si se trataba de una bestia implacable o de un ser humano con las facultades mentales perturbadas.

    El informe de los psiquiatras que lo examinaron, Carlos Fernández Junquito, José Antonio García Andrade y Miguel Rodríguez, fue concluyente: «Conserva inalterado su sentido de la realidad y es capaz de gobernar sus actos, siendo resistente a los tratamientos, lo que ensombrece su pronóstico: su peligrosidad es muy alta.» ¿Cómo puede la sociedad protegerse de un individuo como este?

    José Antonio Rodríguez, un hombre joven, tiene como rasgo distintivo su rostro de buena persona. En su cara se compone el gesto beatífico del que nunca ha roto un plato. Algunas de sus víctimas lo consideraban una «bellísima persona».

    En su juventud, Rodríguez Vega se convirtió en un agresor sexual cometiendo varias violaciones en número no determinado, hasta que fue detenido e identificado como el célebre «violador de la moto». Durante el tormentoso proceso que se siguió contra él fue condenado a veintisiete años de prisión. De ellos cumplió sólo ocho.

    Con un innegable poder de persuasión y aprovechándose de su expresión beatífica obtuvo el perdón de todas las mujeres que había violado menos el de una a la que no pudo engañar. No logró librarse de la cárcel, aunque estuvo a punto, pero consiguió reducir su condena.

    De nuevo en libertad, Rodríguez Vega se dedicó a ganarse la confianza de ancianas solitarias. Primero las observaba y estudiaba sus costumbres. Hacía un seguimiento completo y minucioso de sus víctimas. Una vez que tenía suficientes datos sobre su forma de vida, las abordaba.

    Para que las elegidas no dudaran en franquearle la puerta de su hogar se hacía pasar por el reparador de la televisión o algún otro servicio similar. El otro recurso más empleado para penetrar en los hogares de las mujeres solitarias era su profesión de albañil. Se ofrecía a hacerles reformas o reparaciones en sus casas, y una vez dentro, las asaltaba sexualmente y las daba muerte tapándoles las vías respiratorias.

    El tipo de muerte que las infligía consiguió despistar a los médicos, que durante los primeros asesinatos dictaminaron como fallecimientos naturales lo que no eran otra cosa que los crímenes del llamado «Landrú cántabro».

    En algunas ocasiones, el despiste, la ligereza o el error de los que extendieron los partes de defunción de las víctimas de Rodríguez Vega fue tal que llegaron a dar por muerte natural cadáveres encontrados con la ropa interior bajada o los órganos sexuales sangrando por haber sido violentados. A una de sus víctimas se la encontró con la dentadura postiza clavada dentro de la garganta. Pese a las evidencias en contra, el dictamen médico era siempre el mismo: «Muerte por fallo cardiaco.» Era exacto, pero pasaba por alto que el fallo cardiaco había sido provocado.

    El asesino de ancianas tenía un «modus operandi» que repetía en todos los casos. Primero se ganaba la confianza de las mujeres. Una vez dentro de la vivienda las asaltaba y les tapaba las vías respiratorias mientras abusaba de ellas hasta que sufrían un síncope. Finalmente siempre se llevaba alguna pertenencia a modo de recordatorio.

    Cuando la policía le descubrió encontró un cuarto decorado en rojo en el que tenía expuesta su colección de fetiches pertenecientes a sus víctimas: joyas, televisores, alianzas, porcelanas, incluso un florero con flores de plástico. No lo guardaba por el valor de lo robado, sino por el valor que tenía para el criminal contar con un objeto de la víctima para su morboso recuerdo.

    Los asaltos sexuales variaban en intensidad y procedimiento. Con frecuencia se ayudaba de palos u otros objetos en su comportamiento aberrante. Aunque fue acusado de al menos cuatro delitos de hurto en el transcurso de sus crímenes, el móvil era en todos los casos de tipo sexual. Los crímenes de las ancianas, aunque no se descarta algún otro no denunciado o contabilizado, fueron dieciséis en el espacio de un año, de abril de 1987 a abril de 1988. La más joven de las asesinadas tenía 61 años, y la de mayor edad, 93.

    He aquí la lista macabra:

    • Victoria Rodríguez, 61 años; asesinada el 15 de abril de 1987.
    • Simona Salas, 84 años; asesinada el 13 de julio de 1987.
    • Margarita González, 82 años; asesinada el 6 de agosto de 1987.
    • Josefina López, 86 años; asesinada el 17 de septiembre de 1987.
    • Manuela González, 80 años; asesinada el 30 de septiembre de 1987.
    • Josefina Martínez, 84 años; asesinada el 7 de octubre de 1987.
    • Natividad Robledo, 66 años; asesinada el 31 de octubre de 1987.
    • Catalina Fernández, 93 años; asesinada el 17 de diciembre de 1987.
    • María Isabel Fernández, 82 años; asesinada el 29 de diciembre de 1987.
    • María Landazábal, 72 años; asesinada el 6 de enero de 1988.
    • Carmen Martínez, 65 años; asesinada el 20 de enero de 1988.
    • Engracia González, 65 años; asesinada el 11 de febrero de 1988.
    • Josefina Quirós, 82 años; asesinada el 23 de febrero de 1988.
    • Florinda Fernández, 84 años; asesinada el 16 de marzo de 1988.
    • Serena Ángeles Soto, 85 años; asesinada el 2 de abril de 1988.
    • Julia Paz, 71 años; asesinada el 18 de abril de 1988.

    Esta escalofriante relación de muertes se produjo a intervalos muy cortos. El mayor espacio de tiempo transcurrió entre el primero y el segundo asesinatos. Pasaron cerca de tres meses sin nuevos cadáveres que añadir a la lista.

    Rodríguez Vega estuvo casado. Su esposa, Socorro Marcial, le abandonó cuando fue condenado como «el violador de la moto». Se llevó al único hijo de la pareja. Entonces él se buscó como compañera a una mujer disminuida mental. Su difícil relación con las mujeres empieza con la dependencia de la madre a la que ama y teme. Sigue con una vida conyugal claramente poco satisfactoria durante la que lleva a cabo una doble vida: se esfuerza en ser un marido modelo mientras es un violador al acecho.

    De todas formas, su explosión asesina fue algo que, aunque iba fraguándose poco a poco, se reveló de una forma repentina. Su primera víctima fue una prostituta que pese a su avanzada edad, según admitió la hija durante el juicio, todavía ejercía su comercio con los hombres. Ese detalle facilitó las cosas. El asesino no tuvo mayor problema en acercarse a ella. El final de su trato carnal fue inesperado. Probablemente el resultado de su frustración. Pero la muerte de la anciana debió de enseñarle un camino de perversión, un modo en el que alcanzaba niveles de excitación inexplorados.

    Esta primera muerte marcó todas las demás. Una vez convencido de que su mayor placer lo obtenía con mujeres que no pudieran defenderse, emprendió un camino sin retorno. Los crímenes se sucedieron. En cada uno de ellos, Rodríguez Vega era cuidadoso en los detalles. No dejaba huellas. Tal era su pulcritud en la comisión de los asesinatos que la hija de la primera víctima, por mucho que lo intentó, no consiguió convencer a los policías de que la muerte de su madre había sido un crimen.

    En la cadena de asesinatos hubo casos en los que la familia tardó varios días en descubrir que la anciana había muerto. Eran mujeres que vivían solas. Su muerte era un trámite para los médicos y, en alguna ocasión, una liberación para las familias. El asesino podría haber seguido gozando de su impunidad.

    Pero algunos familiares lo denunciaron. La intriga fue creciendo y poniendo en apuros a los investigadores. La policía, cuando se encontraba más perdida, encontró una coincidencia: en varios de los domicilios en los que habían sucedido muertes sospechosas de ancianas se habían llevado a cabo reformas de albañilería. En una de las casas fue hallada una tarjeta con el nombre y dirección del presunto culpable.

    Poco después se produjo su detención. Un segundo examen de los cadáveres descubrió señales de violencia.

    Durante el juicio, celebrado en Santander a finales de noviembre de 1991, Rodríguez Vega se descubrió como un ególatra con afán de protagonismo que miraba fijo a las cámaras, sin huir ni taparse, deseoso de que se conociera su cara.

    El rostro de un asesino imperturbable, sonriente y cínico ante los insultos de los familiares de las víctimas, que alardeaba del perdón que le concedieron las mujeres que violó y de ser recibido después en las casas de esas mujeres «como un señor» haciendo una burla terrible de aquel perdón. También alardeó de no tener problemas sexuales, afirmando que hacía el amor todos los días. Eso sí, se le heló la sonrisa en la boca cuando escuchó la sentencia que le condenaba a cuatrocientos años de prisión.


    José Antonio Rodríguez Vega – El violador de ancianas

    Margarita Landi

    Se trata de un hombre de aspecto agradable, risueño, educado, de amena charla, que sabe ganarse la confianza y el afecto de quienes le tratan. Pero tras esa apariencia se esconde un ser perverso, peligrosísimo, capaz de cometer los más repugnantes asesinatos, que fue el terror de ancianas solitarias en Santander durante año y medio. Encarcelado ya por segunda vez, ha entrado en los anales del crimen por la puerta grande.

    José Antonio Rodríguez Vega vivía confiado en su impunidad tras haber cometido gran número de asesinatos perfectos (de los que no parecen crímenes), pero en agosto de 1987 cambió de táctica. Fue un error, porque con ello logró poner en marcha el mecanismo de una investigación que iba a dejarle fuera de la circulación.

    Un día de mayo de 1988, cuando salía de su casa a las ocho de la mañana para acudir a su trabajo de albañil, se vio sorprendido por unos agentes de la Policía que le cambiaron el rumbo y le llevaron a la comisaría tras recibir órdenes concretas del juez de guardia, al haber sido autor de tres asesinatos: el de Margarita González Sánchez, de ochenta y dos años, que vivía sola en la calle de la Roca, número 6, ocho meses antes; el de Natividad Robledo Espinosa, de sesenta y seis años, también sola en un piso bajo de la calle Zaragoza, número 16 -ambas en Santander-, y el de Julia Paz Fernández, de setenta y un años, residente en un piso bajo de la calle Ramiro Ledesma, número 50, en Muriedas, localidad que se encuentra a siete kilómetros de la capital cántabra.

    Aparte de la forma en que les dio muerte -que luego explicaré-, en las tres había un denominador común: en sus casas había hecho obras de albañilería un mismo obrero, que resultó ser ese mozo de treinta años llamado José Antonio Rodríguez Vega. Este detalle explicaba que las tres desventuradas señoras le hubieran franqueado la entrada en sus hogares sin el menor recelo.

    En principio, el detenido negó su participación en los hechos, pero poco tardó, ante la evidencia de las pruebas, en asumir su culpa.

    La mayoría de las pruebas se habían obtenido en la inspección ocular realizada por la Policía en la habitación alquilada que desde hacía varios meses ocupaba José Antonio con su joven compañera: un cuarto con las paredes tapizadas y las cortinas en rojo, con muchos adornos en paredes y estanterías, entre ellos varias botellas de rojo Bitter Kas, y unas cuantas muñecas que lucían en manos y cuellos sortijas, cadenas con medallas o cruces, unas de oro y otras falsas.

    Allí había variedad de objetos arrebatados a sus víctimas, para recordarlas mejor, por este psicópata fetichista y lúbrico: relojes, llaveros, pisapapeles, gargantillas, televisores, transistores, cámaras fotográficas, ceniceros, anillos, jarritas de loza, lápices, bolígrafos, etcétera. Menudencias para satisfacer su ego de asesino «caprichoso», que han servido para iniciar y completar en parte, al parecer, la siniestra lista de sus víctimas, a medida que los familiares de las interfectas las han reconocido. Esas pruebas eran como un canto a la sangre derramada.

    Así, lo que empezó como una acusación de tres asesinatos (y uno incomprensiblemente desechado como tal) llegó hasta dieciséis; quedan aún algunas piezas de la colección de «recuerdos» sin haber sido reconocidas por las numerosas personas que acudieron a las dependencias policiales a tal fin.

    El peligroso sujeto -que se estará jugando su integridad física y hasta la vida en la cárcel, porque los reclusos suelen ser implacables con los violadores de seres indefensos- ya mostró en su adolescencia sus bajos instintos, atacando sexualmente y con violencia a mujeres comprendidas entre los dieciocho y los cincuenta y cinco años en zonas cercanas a Santander, y fue detenido por la Guardia Civil en octubre de 1978, cuando tenía veinte años, como sospechoso de haber consumado una violación y cometido abusos deshonestos en número indeterminado. Se confesó autor de cinco de estos delitos conocidos y de otros varios que no pudo concretar. Por otra parte, ellas no le habían denunciado. Explicó su proceder diciendo que «como no le gustaba ir al cine se aburría y buscaba emociones». No se mostró arrepentido.

    En 1979 le condenaron a quince años de reclusión menor por la violación y doce años de prisión por tres tentativas de violación, más un mes de arresto por faltas de lesiones. Total, veintisiete años, que se redujeron a ocho, ya que salió en libertad a finales de 1986, al parecer gracias a que su madre intercedió ante sus víctimas y le perdonaron todas menos una.

    El letrado que entonces le designaron de oficio le calificó más tarde de «frío, antipático y sin sentido de culpa». Cuando le detuvieron en 1988, dijo que «si yo hubiera sabido que estaba en libertad, no hubiera dudado de que él era el asesino de las viudas». El caso es que en el momento de aquella primera condena, el procesado no presentaba síntomas de enfermedad mental alguna.

    En cuanto José Antonio -para el que sus delitos no pasaban de ser meros «tropiezos» y que trata de justificarse alegando que su mujer le abandonó llevándose a su hijo y que su madre le rechazó cuando salió de la cárcel prohibiéndole entrar en su casa (lo que al parecer no es cierto) se vio libre, inició su carrera criminal actuando con astucia, ya que muchas de sus víctimas (trece por lo menos) fueron enterradas sin que los médicos que certificaban «muerte por causas naturales» llegaran a sospechar la existencia de una mano asesina. De modo que tal vez el autor de tantas muertes esté loco, pero lo que resulta evidente es que no es tonto.

    Ese joven albañil comenzó a «descuidarse» el 6 de, agosto de 1987, cuando en noche de luna llena asesinó a Margarita González Sánchez, viuda, de ochenta y dos años que vivía sola en un piso bajo. El cadáver fue descubierto por una vecina que tenía la llave de la vivienda. Estaba sobre la cama, descalza, boca arriba y en ropa de calle.

    José María Santos González, hijo de Margarita, y su esposa Conchi, a quienes visitamos el fotógrafo Ramón Mourelle y yo, nos dijeron:

    -Nosotros llegamos ya entrada la noche, porque nos avisó la vecina. Cuando la vimos en la cama con los brazos cruzados sobre el pecho creímos que había muerto en paz. Nunca había estado enferma y cuatro días antes había blanqueado su casa; estaba muy ágil. Pesaría menos de cincuenta kilos y era todo nervio, pero como tenía muchos años… Fue nuestra hija quien notó que faltaba el televisor portátil, aunque todo estaba en orden, y los dos relojes, el de ella y el de mi padre, que llevaba siempre en ambas muñecas. Además le faltaban las dos alianzas, una cadenita con crucifijo y los pendientes.

    También notó que tenía señales de golpes en la frente y las rodillas y arañazos en la cara.

    Desde ese momento, no dudaron de que la habían matado: «Quien lo hizo se había llevado también una sortija de mi padre y el dinero de las dos pensiones que cobraba, pero el caso es que todo estaba en orden», añadió José María.

    -Yo he llegado a pensar que pudo matarla una mujer porque la colcha estaba doblada a un lado, debajo de la cabeza tenía puesto un cojín y las manos cruzadas sobre el pecho; esos cuidados no se los toma un hombre. Pero no tenía puestas las bragas, que aparecieron ocultas bajo un armario -fue el comentario de Conchi, la nuera.

    -Mi madre debió defenderse del asesino con todas sus fuerzas, pero murió asfixiada. Días después nos enteramos de que al realizarle la autopsia encontraron la dentadura postiza, con paladar, atravesado en la tráquea, y que la causa de la muerte había sido por edema pulmonar y paro cardíaco.

    También nos enteramos de que el asesino utilizó un palo para desgarrar la vagina de la anciana, llevado de su obsesión sexual, pero de eso prefirieron no hablar los cónyuges.

    José María Santos, hombre recio y fuerte que había sido campeón de boxeo en su juventud, lloró como un niño ante nosotros al recordar la muerte de su madre: «Yo sé que cuando ella se viera atacada tan brutalmente pensaría en mí, en las veces que le había dicho “mira que te van a matar; vente a vivir a mi casa”… Pero ella no quería y yo tenía el presentimiento ése. Quisiera soñar con ella, verla otra vez pero no puedo… Ese canalla que la ha matado no merece vivir; yo mismo apretaría el tornillo del garrote vil.»

    Todas las familias de las víctimas piensan igual: que el criminal debiera pagar con su vida lo que ha hecho. Ya sabemos que eso no es posible, pero se comprende que en su angustiosa desesperación pidan el mayor castigo.

    El 31 de octubre del mismo año, en otro piso bajo de Santander moría otra viuda: Natividad Robledo Espinosa, de sesenta y siete años, cuyo cadáver lo descubrió Serafina Vega, su hijastra, que había ido a visitarla y, al no recibir respuesta a su llamada, abrió la puerta con la llave que tenía. El cuerpo estaba sobre la cama, boca arriba, con los brazos caídos a ambos lados y con las medias puestas. El hábito de la Virgen del Carmen que vestía y la combinación estaban sobre la cintura y no llevaba bragas. Faltaban dos alianzas de oro, una cadena con medalla y unos pendientes, y se observaron lesiones y manchas de sangre entre las piernas. En la autopsia se advertiría desgarro vaginal y edema pulmonar por asfixia, causa del paro cardíaco. La muerte era obra del mismo asesino.

    El 20 de enero de 1988, viento sur y luna en creciente, su hija Soledad y su yerno encontraron el cadáver de Carmen Martínez González, de sesenta y cinco anos, en su piso de la calle de Isabel la Católica, número 16. Hallaron la puerta blindada tan sólo cerrada por el resbalón, discos tirados por el suelo y un quinqué eléctrico encendido -cuando siempre estaba apagado-, detalles que les alarmaron.

    Luego la vieron en la cama cubierta hasta el cuello con las mantas y las sábanas remetidas bajo el colchón. Al destaparla advirtieron que vestía una bata estirada hasta los pies y bajo ella un vestido subido hasta la cintura. Les pareció muy extraño que ella se hubiera colocado así.

    Carmen tenía los brazos cruzados sobre el pecho, dos heridas en los pómulos, hematomas en los muslos, unos trapos con manchas que parecían de mercromina entre las piernas y el cuello amoratado; también tenía hematomas en los brazos. Junto a la cama había tres montoncitos de ropa interior. Las alianzas, que siempre llevaba en un solo dedo, las tenía una en cada mano y le faltaba un anillo de oro con piedra azul marino.

    Su hija nos dijo: «Tras hacerle la autopsia nos dijeron que tenía el reloj a la altura del codo y que había fallecido por edema pulmonar y fallo cardíaco. Las vísceras se han enviado al Instituto de Toxicología, pero la forense dijo que había muerto por “causas naturales”; el juez sobreseyó las diligencias y a nosotros nos dijo la Policía que no comentáramos nada porque no había motivo, pero desde que vimos el cadáver estábamos seguros de que la habían asesinado, y ahora hemos encontrado la sortija que le faltaba entre las cosas que tenía en su habitación el criminal.»

    El 19 de abril siguiente, cielo nuboso, luna en creciente y viento del sur, también asesinó en Muriedas a Julia Paz Fernández, de setenta y un años, que ocupaba un piso bajo, era viuda y vivía sola. Ese fue el último crimen del depredador de viudas, porque de él salió una pista que no podía fallar.

    El cadáver de Julia, asesinada por la noche, fue descubierto por el revisor de los contadores eléctricos que, al no recibir respuesta a su llamada, pidió la llave del piso a una vecina que la tenía por deseo de la inquilina. Entró con la linterna encendida, sorprendido porque la puerta blindada sólo estaba asegurada por el resbalón. Tendida en el pasillo y boca arriba, en un charco de sangre, estaba la víctima, sin bragas y con señales de violencia. La autopsia determinaría que la causa de la muerte había sido asfixia, edema pulmonar, paro cardíaco y desgarro vaginal. En este crimen no hubo robo.

    Por estar el lugar fuera de la capital, la Guardia Civil se encargó de investigar el caso y a su meritoria gestión se debe la identificación y la detención del criminal: en la casa se había hecho una obra de albañilería para asegurar el marco de una puerta blindada que se iba a instalar. El mismo albañil había realizado igual trabajo en casa de María Teresa, hija de Julia.

    Así, la Guardia Civil supo el nombre del albañil, José Antonio Rodríguez Vega, y sintió curiosidad por saber si tenía o no antecedentes delictivos… Y los tenía, penales. Supieron que había salido de la cárcel en noviembre de 1986, tras haber pasado ocho años en ella por haber cometido un delito de violación y varios intentos con violencia en mujeres mayores. Tal descubrimiento se comunicó a la Policía, que determinó que el sospechoso era el mismo que había instalado las puertas a las otras víctimas. Llevaba año y medio en libertad provisional.

    El comisario jefe de Santander ordenó el seguimiento del peligroso albañil, que duró veintiocho días, hasta que lograron detenerle y dar así fin al brillante servicio realizado conjuntamente por la Policía y la Guardia Civil. Luego vendría el registro de la habitación del criminal, las sucesivas sorpresas que iban deparando las declaraciones del detenido y el reconocimiento de las piezas sustraídas cuando se mostraron a los familiares de las víctimas.

    Veinticuatro horas después de ser detenido, se supo que también había matado a Josefa Martínez Collantes, de ochenta y cuatro años, en la calle Perines de Santander, en el mes de octubre de 1987; que aunque el cadáver apareció cubierto hasta el cuello con las mantas, vestido con dos combinaciones subidas hasta el vientre, con una sola media, sin bragas y con algunas señales de violencia y sangre entre las piernas, el médico de cabecera certificó «muerte natural» y se la enterró sin más trámites.

    Este peligrosísimo sujeto dejó perplejos a quienes presenciaron su larga, coherente y tranquila declaración, detallando en un alarde de buena memoria cómo y dónde había atacado a sus víctimas, a qué horas y los objetos que «se llevó como recuerdo», así como las características de todas y cada una de las mujeres asesinadas. Admitió haber abusado sexualmente de ellas, pero violado tan sólo a una; aunque parezca extraño, los forenses sólo observaron señales de golpes y desgarros vaginales, pero el detenido negó haberse servido de ningún objeto punzante… ¿Haría los desgarros con las uñas?…

    Parece ser que José Antonio dijo que, debido al temor de ser descubierto, «se ponía nervioso y desistía de consumar la violación como era su deseo».

    Continuando con su asombrosa franqueza, el muchachote explicó su modus operandi: como a las señoras les «había caído bien» durante la obra de albañilería que había hecho en sus casas, luego pasaba a visitarlas con cualquier pretexto, ya fuera para preguntar cómo había quedado colocada la puerta, o para ofrecer en venta un televisor, una radio o incluso para preguntar si podían alquilarle una habitación…

    Todas le recibían con agrado y mantenían con él largas conversaciones, a veces repetidas en varias ocasiones, hasta que se decidía a hacerles proposiciones sexuales y, al ser rechazado, se ponía furioso y las atacaba hasta abatirlas, poniéndoles una manaza sobre la boca y la nariz, mientras con la otra escarbaba en sus genitales tras arrancarles las bragas. Todas morían asfixiadas: «enfisema pulmonar y paro cardíaco».

    La exposición de los objetos sustraídos para el «museo particular» del criminal atrajo a las dependencias de la Brigada de Policía Judicial a numerosos familiares de las mujeres de edad avanzada cuyas muertes hubieran presentado aspectos sospechosos. Así fue engrosándose la lista de víctimas, hasta llegar a sumar dieciséis, de las cuales ¡trece! habían sido enterradas con un certificado de «muerte por causas naturales.»

    Entre las fallecidas estaba, cómo no, Carmen Martínez González, cuya hija había insistido hasta la saciedad en que estaba segura de que «la habían matado», por lo que le fue practicada la autopsia, si bien la forense se negó a admitir tal sugerencia y declaró que había muerto por causas naturales: «enfisema pulmonar y paro cardíaco»; la hija fue amonestada y advertida de que no debía repetir más que se trataba de un crimen. Tal advertencia me hicieron a mí cuando fui a pedir información a la Delegación del Gobierno de Cantabria.

    O sea, que en este caso se puede asegurar que existe el crimen perfecto: de dieciséis mujeres asesinas, trece fueron enterradas sin que nadie (salvo en el caso de Carmen) sospechara que había intervenido una mano criminal: ni los familiares, ni los médicos de cabecera, ni los forenses, ni los jueces… ¡Nadie!… La más anciana tenía noventa y tres años, la menos anciana, sesenta y uno, de modo que a nadie «podía extrañarle que a tal edad se murieran»… ¿Es que, al menos, los familiares, al amortajarlas, no veían las inequívocas señales de violencia?… ¡Increíble!… Pero, lamentablemente, cierto.

    Y aún hay más: del «tesoro» del asesino fetichista que la Policía expuso quedó un diez por ciento sin reconocer, por lo que se puede suponer que pueden haber sido veinticinco o veintiséis las ancianas asesinadas durante el año y medio que el «sátiro cántabro» ha gozado, ¡y cómo!, de una inmerecida libertad. Se ha sabido que unos meses después de estar en la cárcel (en la celda de seguridad, para que los reclusos no le dieran mala vida) ha tenido el cinismo de decir: «Yo no he matado a nadie»… ¡Qué cosas!

    Confiemos en que en el juicio se admita el alegato de su abogado defensor: «enfermedad mental», porque indudablemente es un psicópata que tal vez posea el cromosoma XYY, igual que el tristemente célebre Arropiero, y, como a él, le internen para siempre en un hospital psiquiátrico penitenciario, por su indudable peligrosidad.

    Sólo me queda decir que los hermanos del siniestro albañil dijeron al saber lo que había hecho: «José parece un animal sin sentimientos y merece la pena de muerte; no la pena de muerte, sino una muerte directa.»

    Y recordemos que el que fue su abogado defensor en 1978 dijo: «Quiero describirle como un desequilibrado al que, para proteger a la sociedad, hay que poner en buen recaudo toda su vida, bien en la cárcel o en un sanatorio psiquiátrico.» La justicia tiene la palabra.

    Recientemente, el cuadro médico del hospital Psiquiátrico de Carabanchel ha emitido un informe en el que dice que José Antonio Rodríguez Vega no está loco, que «es un psicópata desalmado al que son imputables los crímenes cometidos y en ningún caso se trata de un enfermo mental, sino que sabe lo que hace, aunque no sienta nada».


    José Antonio Rodríguez Vega – El Landrú español

    Angel Kolodro

    Santander, 5 de diciembre de 1991. José Antonio Rodríguez Vega, 34 años, ha sido condenado por la Audiencia Provincial a 440 años de prisión por los asesinatos y abusos deshonestos durante un año de 16 ancianas de entre 61 y 93 años de edad que vivían -solas en sus casas de la ciudad o localidades próximos. La sentencia establece que el procesado, que no saldrá a la calle al menos hasta el año 2008 y ya había sido encarcelado con anterioridad durante ocho años por la violación de cinco mujeres, «es un psicópata desalmado y un pervertido sexual, con rasgos sádicos, necrófilos y fetichistas».

    Se había puesto un impecable traje en tonos marrones y beiges. La ocasión lo merecía. En el banquillo de los acusados no suelen sentarse los ángeles y José Antonio Rodríguez Vega, un albañil santanderino de 34 años, estaba empeñado en causar buena impresión a magistrados, periodistas y público en general durante los tres días que duró la vista oral por haber dado muerte con sus manos a 16 ancianas de entre 61 y 93 años que vivían solas en sus casas.

    En el mejor estilo americano, a José Antonio Rodríguez Vega se había definido como un criminal frío y calculador que apenas dejaba pistas tras de sí. Logró confundir a policías y forenses al dejar a sus víctimas tan bien colocadas en el interior de sus casas que en 13 de los 16 crímenes que se le imputaban las autoridades certificaron muerte natural por paro cardíaco.

    Aquel 25 de noviembre de 1991 en que comenzó el juicio, el procesado miraba con una enorme naturalidad a las cámaras de televisión instaladas en la Sala de la Audiencia Provincial de Santander. El «Landrú español», como lo definiría el fiscal, se enfrentaba a una petición de más de cuatro siglos de cárcel, pese a lo cual, al comenzar la vista, no dudó en leer una docena de folios escritos a máquina en los que narraba sus fechorías. Eso sí, sólo reconocía 15 asesinatos, en lugar de los 16 que se le imputaban.

    José Rodríguez Vega, el segundo asesino en cuanto a número de víctimas de la reciente historia de España -sólo le ha superado Manuel Delgado Villegas, el Arropiero, quien presuntamente acabó con la vida de 22 personas y se encuentra internado en un psiquiátrico penitenciario, a pesar de no haber sido juzgado nunca- escuchó impasible las aseveraciones de los forenses José Antonio García Andrade y Miguel Ángel Rodríguez Fernández.

    «Es un psicópata desalmado y un pervertido sexual con capacidad para distinguir entre lo lícito y lo que no lo es. No tiene sentimiento de culpa y carece de compasión y vergüenza. Puede volver a repetir actos parecidos en el futuro», aseguraron, tras revelar que el criminal les reconoció haber hecho el amor y manoseado a la mitad de sus víctimas.

    El procesado, el cuarto de seis hermanos de una familia humilde, ha llevado en su interior una psicopatía severa. Según declaró en el juicio, su primera experiencia sexual a los 8 años fue con una viuda de 50 que le obligó a tocarle un seno y los genitales. A los 12 años deseó ardientemente a su madre en cierta ocasión en que la mujer fregaba, a gatas, el suelo con la falda subida y las piernas desnudas.

    A los 18 años se casó con María Socorro y dos más tarde fue encarcelado por dos violaciones y otros tres intentos. En aquel entonces se le conoció como el Violador de la Moto, ya que tras abusar de sus víctimas huía a bordo de una motocicleta. Sin embargo, en aquella ocasión, al contrario que ahora, sus víctimas eran mujeres jóvenes.

    Condenado a 17 años, sólo cumplió ocho de reclusión gracias a que desde el penal escribió a todas sus víctimas para solicitarles el perdón. Todas se lo concedieron, excepto una, que fue la única con la que consumó la violación. Durante su estancia en la cárcel de Caña José Antonio perdió un dedo de la mano izquierda por soplón, siguiendo el viejo «reglamento» penitenciario del hampa.

    El excarcelamiento le supuso un gran trauma. Su familia, excepto su hermana Trina, renegó de él. Su mujer le pidió el divorcio y consiguió la custodia del hijo de ambos. Además no encontraba trabajo por ningún sitio. Todas las culpas las cargaba sobre su madre y su suegra.

    «En el instante inmediatamente previo al de matar experimentaba una venganza inconsciente que me traía de súbito el recuerdo de la sinvergüenza de mi madre y la veneno de mi suegra. Entonces tapaba a mis víctimas la boca y la nariz con mis manos para que no gritaran y ya no recuerdo más», aseguró en el juicio ante un estupefacto público que no podía dar crédito a lo que oía.

    De lo que no quiso hablar fue de las duras palizas que propinaba a sus hermanos menores cuando de joven quería quedarse a ver la televisión con su novia. Tampoco de cómo golpeaba a su hijo recién nacido cuando lloraba y no le dejaba dormir.

    Su hermano Francisco José también relató cómo en cierta ocasión José Antonio arrojó a su padre, impedido en una silla de ruedas, escaleras abajo. Y cuando maltrataba a su madre, que hoy en día no se atreve a salir de casa nada más que para ir a trabajar como empleada de hogar.

    Un necrófilo insensible

    Desde el 15 de abril de 1987 hasta el 19 del mismo mes de 1988, José Antonio Rodríguez Vega dejó un rastro de 16 mujeres ancianas asesinadas. Pese a ello, los forenses le definieron como un hombre de inteligencia más bien alta, sano y que no siente nada cuando mata, viola, mutila o yace con los cadáveres de sus víctimas.

    Gracias a sus buenas dotes de conversador y a una simpatía innata, Rodríguez Vega conseguía entrar en las casas de sus víctimas. Previamente les había enviado unas tarjetas de visita en las que se anunciaba bien como albañil para hacer chapuzas o reparador de aparatos de televisión.

    La primera víctima fue Victoria Rodríguez Morales que con sus 61 años era la más joven de todas. De Victoria, una anciana prostituta que vivía en el barrio chino de Santander, concreta y paradójicamente en la calle San Pedro, aseguró que hizo el amor con ella en varias ocasiones, al principio pagando y después de forma gratuita.

    «Cuando estaba dialogando con ella normalmente después de haber hecho el amor, como en otras ocasiones, le tapé la boca como consecuencia de un impulso irresistible que sentí dentro de mí al recordar a mi familia», relató el procesado como el que fuma un puro. Mejor dicho, toda una caja de puros, porque la mayoría de sus asesinatos los explicó de la misma manera.

    Una vez cometido el crimen, José Antonio dejaba a sus víctimas encima de la cama para que pareciera que habían fallecido de forma natural. Trece de las 16 asesinadas fueron despachadas al otro mundo con el certificado de defunción de «causas naturales». Policías, forenses y jueces miran hacia otra parte cuando se les pregunta cómo fue esto posible.

    Sin tratarse de un «Adonis», Rodríguez Vega es un hombre de aspecto cuidado y aparente que aseguró que con ocho de sus víctimas hizo el amor sin que opusieran resistencia. Sin embargo, en las autopsias no se encontró semen en ninguna de las ancianas, lo que ha permitido pensar en su impotencia y que en algunos casos introdujo a sus víctimas objetos romos por la vagina, lo que él negó.

    El caso más indignante de «muerte natural» diagnosticada por los forenses de una de estas mujeres asesinadas fue el de Carmen Martínez González, 65 años. A pesar de haber sido hallada por su familia con hematomas, heridas en los pómulos, piernas, cuello y brazos, su muerte se incluyó en el capítulo de «causas naturales». Su hija libró una auténtica batalla con la Policía para conseguir que se investigara el caso. Al cabo del tiempo pudo demostrarse que era la víctima número 11 de las 16 de Rodríguez Vega, que siempre las elegía a ser posible viudas y que vivieran solas.

    «Nunca creí que fueran a denunciarme porque siempre abandonaba sus casas pensando que se habían desmayado», aseguró. Y para que no quedara duda alguna de que él no había sido el causante de los desgarros genitales, fracturas de costillas y golpes en la cabeza, respondió, airado, que nunca maltrataría a ninguna de «mis estimadas víctimas, mis queridas señoras».

    La mayor parte de las muertes se producían por parada cardíaca. Después, José Antonio les quitaba las bragas y realizaba tocamientos sexuales. Para ello se servía de objetos duros, presumiblemente palos de escoba o similares con los que penetraba a sus víctimas ya que, según las conclusiones de los forenses, Rodríguez Vega es impotente.

    En ningún caso, tras dejar a las mujeres bien acostadas y tapadas, se olvidó de llevarse como fetiche algún objeto. La Policía encontró en la casa que este nuevo Landrú, que asesinó a más personas que Jack el Destripador y que el estrangulador de Boston, jarritas de cerámica, un San Pancracio, un abanico, joyas, relojes, muñecas, televisiones, radiocassettes, etc.

    Toda una serie de objetos que entraban dentro del ritual necrófilo de este hombre que pasaban a engrosar el museo del horror que tenía en su alcoba roja, que compartía con su compañera sentimental, Nieves Velasco, a la que engañaba diciendo que se trataba de objetos que le regalaban sus clientas tras sus servicios de albañilería. Fetiches que guardaba minuciosamente ordenados en una habitación empapelada de rojo, con alfombras y cortinas del mismo color, como si de un club de alterne se tratara, y con varias decenas de botellines de «bitter» rojo alineados con pulcritud en las estanterías.

    José Antonio Rodríguez Vega fue detenido por la Policía en su céntrico piso santanderino el 19 de mayo de 1988, un mes después de que cometiera su última fechoría en el domicilio de Julia Paz Fernández, una vigorosa mujer de 71 años que también murió de asfixia y cuya dentadura postiza le fue encontrada en la tráquea.

    Para entonces la Policía ya había negado la existencia de un psicópata en la ciudad, aunque había mantenido a un equipo de agentes para dar con el asesino, y un psicólogo y un psiquiatra había elaborado un retrato robot por orden del Ministerio del Interior. La coincidencia de que en la casa de dos de las tres víctimas que oficialmente habían sido asesinadas se hubieran realizado recientemente trabajos de albañilería fue la pista que condujo a la detención del múltiple homicida.

    A partir de entonces numerosas personas comenzaron a pasar por comisaría para identificar los objetos hallados en la casa del asesino. Mientras el delegado del Gobierno en Cantabria, Antonio Pallarés, anunciaba la detención de Rodríguez Vega, familiares de las víctimas reconocían, con lágrimas en los ojos, objetos desaparecidos en casa de sus deudos, algunos de los cuales ellos mismos les habían regalado. Quienes habían considerado como muerte natural el fallecimiento de sus familiares, descubrieron indignados que en realidad habían sido asesinados.

    ¿Volverá a matar?

    Pero aquel 19 de mayo ya había terminado todo. Un sol espléndido lucía con fuerza sobre la ciudad de Santander y las playas de El Sardinero servían de lugar de asueto para numerosos bañistas, mientras que para Rodríguez Vega comenzaba unas agotadoras jornadas de declaraciones ante la Policía y el juez, y un largo internamiento en las cárceles de Carabanchel, Sevilla y Santander que concluirá al menos en el año 2008.

    Hasta aquel entonces nadie sospechaba de un hombre tan educado, que pagaba puntualmente el alquiler todos los meses y que abría la puerta del portal y se ofrecía presto a sus vecinas para cargar con las pesadas bolsas de la compra que llevaban.

    Sin embargo, la sentencia dictada el 5 de diciembre de 1991 por la Audiencia Provincial de Santander fue concluyente. José Antonio Rodríguez Vega debe pagar sus crímenes en prisión. No debe ser internado en un psiquiátrico donde no tardaría en quedar en libertad, al no estar enfermo.

    Una vez condenado, lo más escalofriante del caso de cara al futuro son las previsiones de los forenses y peritos en el sentido de que se trata de un individuo muy peligroso que volverá a matar cuando salga de la cárcel. Su libertad puede suponer una amenaza para la sociedad. Los forenses recordaron machaconamente que la psicopatía «es una forma de ser, pero no una enfermedad mental propiamente dicha, asimilable a la enajenación mental, puesto que conserva inalterado su juicio de la realidad y es capaz de gobernar sus actos, al disponer de libre albedrío». Dictamen que le hacía imputable de los hechos que se le achacaban.

    El asesino de ancianas que mataba de «muerte natural» se encargó durante los tres días que duró el juicio en intentar demostrar que toda su vida desde niño había sido una desgracia. «Aunque era el niño mimado de mi madre todo fue muy bien con ella hasta que me casé con Socorro. Entonces me echó de casa y, junto a mi suegra, se encargó de destruir mi matrimonio», alegó, para añadir que «si yo le decía a Socorro que no quería hacer el amor reñíamos. Mi trabajo era duro y no tenía ganas. Una noche la eché de casa en camisón y al volver estaba ardiendo…»

    En otra ocasión, José Antonio fue a buscar a su mujer al trabajo y cuenta que la vio abrazada a un chico. «No le dije nada, pero a veces reconozco que tuve que pegarla. No se desahogaba con nada y al poco tiempo me dejó y se fue a Barcelona». Por su parte, María Socorro Marcial recuerda la vida con su marido como una pesadilla y estima que su mayor delito fue conocerle, casarse y tener un hijo que ya tiene 15 años.

    Pero cuando más se regodeaba el procesado en el juicio de sus propias manifestaciones era cuando se refería a las escenas previas a la muerte de sus «queridas señoras». Escuchar en su propia boca el relato tipo de uno de sus 16 crímenes fue aterrador: «Entablamos conversación sobre cosas cotidianas y pronto nos metimos en la cama para seguir hablando. Ella estaba desnuda de cintura para arriba y era atractiva. Hicimos el amor. Después me entró la agresividad esa. Era como una excitación fuerte. Ella me quería quitar y yo seguía. Entonces le tapaba la boca para que no chillara. Yo notaba como quejidos… Cogí las cosas y me marché.»

    A pesar de sus declaraciones, nadie cree que todas las ancianas accedieran a acostarse con él. La ruptura familiar activó sus instintos criminales y en su mente sádica y asesina buscaba resarcir su venganza con mujeres de avanza a edad. Se iniciaba así uno de los capítulos más amargos de la crónica negra de España, cuyas causas han tratado de averiguar durante un año los especialistas del Hospital Psiquiátrico Penitenciario de Carabanchel.

    Varios centenares de folios redactados por un equipo de expertos psiquiatras, dirigidos por el prestigioso psicoanalista Carlos Fernández Junquito, sitúan a este hombre en los parámetros más próximos a una personalidad anómalamente estructurada, unida a un pésimo desarrollo neurótico, perversidad sexual múltiple y falta de conciencia moral.

    Mientras el fiscal, Lucio Valcarce, le describió fijándose en sus ojos como «la persona más ruin, cobarde, desalmada que me haya encontrado jamás», Rodríguez Vega le respondía con una mirada arrogante y desafiante esperando que le llegara su último turno para volver a tomar la palabra al finalizar el juicio.

    Y fue al final cuando hizo un repaso general a todo lo relacionado con el proceso. Sobre sus víctimas dijo que «no eran ningunas niñas, de eso cualquier tonto se da cuenta, y yo nunca las maltraté ni las desgarré con un palo». Sobre sí mismo aseguró que «no soy ningún sádico, sino una persona normalita con una inteligencia normal, ya que si fuera listo no hubiera caído».

    En relación a su familia, Rodríguez Vega aseguró: «Me da asco recordarla. Mi madre me la jugó dos veces, tres no. Lo raro es que ella y mi ex suegra sigan vivas. Cuando salía de la cárcel con permiso y llamaba a casa de mi madre me decía: “Hijo de Dios, otra vez estás aquí”». Y sobre sus anteriores víctimas por las que fue condenado por violación y que terminarían por perdonarle aseguró que «era mi deber presentarme en sus casas aprovechando los permisos penitenciarios, me recibían como a un rey», para acabar diciendo: «Soy autor, pero no culpable».

    ¿Y los ancianos qué?

    Al margen de lo tremendamente morboso del caso, el juicio del asesino de ancianas también sirvió para poner sobre el tapete el desamparo en que se encuentran en nuestra sociedad las personas de avanzada edad. No sólo por estar a merced de asesinos de este tipo que, afortunadamente, son la excepción; sino porque, como quedó claro, no tienen derecho ni siquiera cuando aparecen muertos a que el forense haga una autopsia en condiciones.

    En la sentencia tendría que haberse deducido testimonio por la actuación negligente de estos forenses en su trabajo. Pero no. «Qué más da, si al fin y al cabo se trata de unas cuantas viejas», es el pensamiento más extendido. Sin embargo, si la justicia es la primera en hacer oídos sordos a esta situación cómo se va a extrañar la sociedad de esas otras noticias que de vez en cuando aparecen en los periódicos y que se refieren a ancianos hallados muertos días después en las habitaciones de sus residencias geriátricas. O el desmantelamiento de residencias que mantenían a algunos ancianos como si se tratara de las mazmorras del Conde de Montecristo…

    Y esto por no hablar del olvido de los que viven en sus casas. Precisamente, unos días antes de comenzar el juicio de Santander contra Rodríguez Vega fueron encontrados muertos de hambre en su casa dos hermanos de avanzada edad porque la asistenta social que les atendía estaba en huelga y nadie se ocupó de ellos. Probablemente, estos casos en los que la última responsabilidad corresponde a la Administración no llegarán a juicio. Con algo de dinero, que sólo sirve para un entierro digno y una lápida de mármol, quedan solucionados. Y es que para la Administración el mantenimiento de los ancianos es una pesada carga, a expensas del Landrú de turno.