Manuel Abascal: cordialidad hospitalaria
A Manolo le reconocí por la voz de nuevo -y en principio sin ver su rostro- cuando se nos sentó a la misma mesa en un homenaje a José Luis Ocejo en “El Chiqui”.


Para Manolo Abascal tengo un especial afecto igualmente en mi memoria. Cuando voy por la Vega de Pas o Villacarriedo, rememoro la buena recepción que me dio en el Distrito Federal. Y recuerdo una soberbia comida en Lerma, donde tenía su rancho familiar con vehículos de lujo para su colección, incluyendo también motos y motopiés para sus nietos.
Su hija enfermera, Conchita, a mí y a dos de mis hijos nos llevaba a ver en otro momento cosas grandiosas y otras más pintorescas. Una mañana la pasamos en los canales de Xochimilco y sus coloridas barcas. Excelente anfitriona, asimismo. Otra noche también fui con sus hijas a la famosa “Zona Rosa” de la Colonia Juárez, de la brillante Delegación Cuauhtémoc en el comercial y bullicioso Corredor Turístico del paseo de la Reforma.
Pese a las advertencias de Don Manuel, nada más entrar a un local, me colocaron un gran sombrero y me sacaron a cantar. Se lo he contado en su día a Felisa Grascón cuando voy a comer al restaurante “Garibaldi” de la calle Santa Lucía en Santander.
A Manolo le reconocí por la voz de nuevo -y en principio sin ver su rostro- cuando se nos sentó a la misma mesa en un homenaje a José Luis Ocejo en “El Chiqui”. Feliz coincidencia. Me le había presentado mi buen amigo y suyo, Antonio Zúñiga. Cuando supe que había ido de muchacho a México y me contó su vida, titulé en la prensa “Un emperador en México”, a donde llegó en los años 40.
Tras remendar sacos e ir al río con una Harly Davidson de segunda mano, Abascal empezó a destacar en la alimentación con “pasta yemina” y en “Teleyak”. Pero Manuel Abascal sobresalió en México como el gran industrial del plástico.
Me enseñó varias de sus siete fábricas, todas muy limpias, con los yernos al frente y él de incansable “superjefe”.
Y también me invitó a conferenciar cuando fue presidente del “Centro Montañés” en una brillante gestión que realizó de local y las actividades, entre las cuales estaban las clases de aquel otro gran amigo mío que me hizo un buen retrato y que, al ser algo tan personal, se ha librado del “expolio“ del Museo de Beranga: Enrique Fernández Criach (1930-2012). Pintor, escultor, gran persona. Dedicó su obra de Cuatro Caminos, sufragada por Losada, a Benito Pablo Juárez (1806-1872). Por cierto, un cuadro suyo fue el último que fui a llevar a Beranga para el mencionado fallido museo de este pueblo, algo totalmente oscuro e imperdonable. Negligencia cuando menos.
En fin, en Santander y en México traté y entrevisté en distintas ocasiones a distintas personas que he citado y otras. Ellos me abrieron sus casas, la afectiva relación con su familia y el obsequio amistoso de sus atenciones, mediación y simpatía. Si esto no es amistad, díganme el verdadero nombre.
Pero conocí a otros muchos: Andrés Villa, Rogelio Corrales, Mateo Toca (el caballero con sombrero), Juanjo Sáiz, el gran industrial del aceite en Guadalajara, quien me agasajó en un impresionante almuerzo con una docena de industriales en la mesa y hasta me mandó el mariachi jaliscense “Los Toritos” al hotel “Camino Real”.
Es obligada, asimismo, la mención en Santander de amistosas relaciones con otros mexicanos. Con Alfredo Sánchez, por ejemplo, en el “Cesine”, donde hicimos buena labor con las clases y tesinas de los estudiantes. Con la profesora oaxaqueña y devana del Politécnico de Monterrey, Ana Cecilia Torres, por citar a otra persona. Y sin dejar atrás en Estados Unidos al periodista José Carreño, el corresponsal en Washington D.C. de “El Universal” quien, en julio de 1998, hizo el afectuoso prólogo de mi tesis americana.
Pero no quiero alargarme porque sería novelesco exponer mis diversas andanzas en Oaxaca por el Monte Albán o, regresando a la capital con el lebaniego Toño Guerra y, a solas, descubriendo los bellos museos, especialmente el de Rufino Tamayo que me encanta. Descubriendo, en fin, las pequeñas librerías cerca del Zócalo, la alegre presencia de niños jugando con pompas de jabón en Guadalajara… O la colección de Quijotes de Ferrer en Guanajuato en compañía de mi buen amigo norteamericano Octave du Temple con quien fui al Aeropuerto León/Guanajuato (BJX) con un avión del hangar presidencial...
En general, de México son buenos mis recuerdos. Como de las lecturas de Octavio Paz y de Carlos Fuentes a quienes entrevisté. O del entonces original y joven novelista Gustavo Sáinz, entre otros. Pero sin duda, Manolo Abascal, por su amistosa hospitalidad y cordialidad, estuvo a la cabeza.