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Ricardo Lorenzo, amigo por un detalle con su padre

Nacido en el año 1927 que concentra a la “Generación del 27”, la de don Gerardo Diego y Dámaso Alonso, en el año 1953 ya había terminado en Barcelona su carrera de Arquitectura. Como digo, aplicado e inteligente.

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Ricardo Lorenzo, amigo por un detalle con su padre
04-07-2020

 

Tengo mucho cariño a un cuadrito rectangular que representa el Nacimiento de Jesús. Un precioso Belén completo hecho en dos fases: en la primera, 1950, se dibujó; en la segunda, 1981, se coloreó para mí. Así lo dice en un texto -de letra pequeñita y clara- su autor: Ricardo Lorenzo. El gran arquitecto de Torrelavega. Lorenzo García -que tiene una calle en Santander y da su nombre al espacio de las exhibiciones y conferencias del Colegio en el Río de la Pila.

Nacido en el año 1927 que concentra a la “Generación del 27”, la generación poética de don Gerardo Diego y Dámaso Alonso, en el año 1953 ya había terminado en Barcelona su carrera de Arquitectura. Como digo, aplicado e inteligente joven torrelaveguense y con sobresalientes. 

Pronto volvió a Cantabria e innovó edificios en Santander con sus variados trabajos de diferentes modernas  modalidades y después incluso postmodernas. Un tipo brillante y envidiable como escribí en su día en una entrevista de “La Hoja del Lunes” que dirigía Juan González Bedoya y que no la encuentro ahora que me venía bien. No importe.

¿Por qué iba yo a comer a su casa con Angelines Martín Gamero  y con él y nos iban trayendo los platos sus dos bellas hijas?; ¿por qué fuimos amigos Ricardo y yo sin ostentación pública y nos reuníamos de cuando en cuando en la cafetería del Hotel Real?... La clave está en esas lineas del cuadrito que “viajó” conmigo a Estados Unidos, y que por suerte no entregué al penosamente fallido museo de Beranga y sigue en mi casa junto a uno de Pío Muriedas en mi habitación? Está escrito ahí que “por las agradecidas atenciones y amistad que regalaste a mi padre”.

No fue para tanto. Pero así lo sentía Ricardo, persona brillante y sensible. Yo había conocido en la librería “Estvdio” del centro a su padre, al menudo y encantador don Pedro Lorenzo Molleda, nacido en 1896, que tiene una calle en Torrelavega y había sido alcalde desde febrero a octubre del año fatal de 1936. Él no encontraba un libro que andaba buscando en las estanterías y como yo andaba cerca, pude observar su afán. Le hablé, nos presentamos, encontré el libro que quería y ese simple detalle a él le pareció un gran gesto.

Se lo dijo a su hijo Ricardo y pocos días después recibí una llamada telefónica invitándome a comer en su casa en San Martín. No siempre empieza una amistad en el barrio, el colegio, la mili, el trabajo o en ámbitos sociales cercanos de algún tipo. A veces, y quizás excepcionalmente como en este caso, el origen es por casualidad. 

Del padre con quien hablabamos cuando él venía a Santander o cuando yo iba a Torrelavega, pasé al hijo. Pero no lo haré muy extenso: al brillante arquitecto cántabro que admiraba el exitoso Bofill e iba a hacer con elementos de ornamentación decorativa montañesa la techumbre del abortado proyecto de Castro Novo. Y yo lo defendí en el diario “Pueblo” de Emilio Romero porque Ricardo me convenció de su conveniencia económica y sobre todo como “colchón” social frente al desorden que luego se impuso.

Ricardo Lorenzo era culto y encantador. Sabía de arte muchísimo y tenía una elocuencia y una simpatía incomparable. Yo le admiraba por sus cualidades. Cuando reformó el Casino del Sardinero, también me llamó para enseñarme a solas la reforma. Mientras me iba contando que había diseñado en el vidrio del fondo del octaedro de las escaleras “el sol de Cantabria”, explicaba con entusiasmo piezas judías de una sala y las árabes de la otra. Reconocía el primor del edificio y me confesó que no quiso “tocarlo” por respeto al arquitecto creador. Prefirió hacer abajo también, en el interior, los jardincitos. Y el entonces alcalde, Juan Hormaechea, estaba encantado.

Esa y otras ricas experiencias de nuestro trato me hacen sonreír. Otro día estábamos en el Real y se acercó una persona para decirle que le habían avisado para entregarle un regalo a Ricardo. Era un caballo. De parte del hermano de Luis Miguel Dominguín, creo que Damián,  pues estoy funcionando de memoria y no estoy comprobando datos. Sorprendido y feliz, dijo: “¿y donde guardo yo el caballo?”. Respondí con obviedad festiva: ”Pues en la cuadra de algún amigo en un pueblo”. Él, complacido con la observación, siguió la conversación.

A propósito de caballo, también más adelante yo tuve una vana ilusión afectuosa hacia mi padre. Me hice con una finca en Mogro que al irme a Estados Unidos le vendí al amigo Félix Barreda, peluquero de Cueto, propietario de la peluquería del “Palace” en Madrid y de otra media docena bajo la marca “Rachel”. Antes de la importante decisión de ir a América, soñé con tener una casa cercana a la playa, y que allí pudiera estar mi padre al haberse marchado ya de Beranga y que tuviera -y se entretuviera- con la “responsabilidad” de cuidar mi caballo. No fue posible. Aunque tuve el sitio, nunca lo conseguí .

Pero Ricardo Lorenzo, siempre tan ocupado y bien pagado, a petición mía fue conmigo varias veces a Mogro. Paseó la finca en silencio, calculó distancias al mar, vientos, etc. y a los pocos días, gratis et amore, me entregó un plano de lujo que conservo para una idealizada mansión ideal. ¡Lástima!.

En la mesa de su casa, su padre, don Pedro, ocupaba siempre un lugar preferente. Y en casi todas las habitaciones e incluso en los baños había una mesa de dibujo. Su placer para dibujar no le permitía entender a Ricardo que se estaba explotando a sí mismo. Cuando me encuentro en la calle con Carlos García Gómez reconoce que el amor de Ricardo por el “oficio” era tan contagioso y modélico como su magisterio, ejemplo y respeto por los subordinados. Había trabajado con él. 

De todo ello quiero aun resaltar su simpatía y cultura, pero también su sentido del humor. En cierta ocasión “reprochaba” (solamente para oír a su padre) la admiración por Alberti pues fueron a visitarle a Roma y pudo observar Ricardo que allí vivía el poeta muy bien mientras ellos habían padecido bastante las consecuencias del franquismo inicial. Don Pedro Molleda estuvo en la cárcel, pero como era una gran persona y muy querido, aunque tuvo que salir de Torrelavega y dejar su carnicería (en donde trataba muy bien a todos los artistas) logró en Madrid convertirse en frutero temporal. Entre sus clientes, el poeta Gerardo Diego. Había que ver al arquitecto contar cómo su padre le decía “Cardín, sal a cantar la fruta” y Ricardo, con el remedo de imitarse a sí mismo, reproducía la oferta de la lista empezando por los albérchigos.

Entre otras muchas anécdotas, finalizaré con otra. En una de esas cenas, Ricardo le preguntó a su padre seriamente por qué nunca le había felicitado por los sobresalientes que llevaba a casa. “Tú cumplías con tu obligación y yo con la mía en el trabajo”, le respondió don Pedro con toda naturalidad regocijándonos.

Aunque conversando un día en la televisión con Piti Cantalapiedra en su casa me habló del edificio de Ricardo en su ciudad natal, en la mencionada entrevista del periódico que le hice a Ricardo, me confesó que la limitación era la dependencia del terreno que facilitaban los constructores. Obvio. Pero también lamentó que nunca se le hubiera dejado un suficiente buen espacio para hacer una antológica residencia para los  ancianos junto al Besaya. Para dejar una gran “marca” de su estilo.

Cuando hubo que repartirse  la herencia por el tercer éxito de don Pedro y de Eduardo, su otro hijo, en Barcelona, Ricardo, consciente de que don Pedro había enfocado a su hermano al trabajo y a él al estudio, renunció. Y por otra parte, su hermana viuda, Soledad, brilló, asimismo, con el prestigio de la galería madrileña de su nombre, “Soledad Lorenzo”. 0tra herencia elegante de la siembra del triple comerciante y buen ex alcalde republicano, amigo de poetas y pintores, don Pedro, el generoso amigo de artistas e impulsor de la Biblioteca Popular de Torrelavega. 

Aquel menudo hombre encantador y simpático a quién yo “encontré” un día el libro que buscaba y que me condujo a la amistad con su hijo y con su bella mujer, Angelines Martín Gamero. Por ese sencillo detalle con su padre.