Diario Digital controlado por OJD

A debate en Cantabria24horas.com

PELAYO Y LIEBANA, UN REINO ENTRE MONTAÑAS, NUEVO LIBRO DE JOSÉ RAMÓN SAIZ

Enviar a un amigo

 El doctor en Periodismo y Académico de la Historia, analiza en su nueva obra, el protagonismo de Pelayo de cuya proclamación como Rey, Príncipe o caudillo se cumplen 1.300 años. Reproducimos el epílogo de la obra a cargo de su autor.

EPÍLOGO.

¿Puede afirmarse que se ha asturianizado para siempre la lectura histórica de cuanto aconteció en el siglo VIII, con la alianza de Pedro, Duque de Cantabria, y Pelayo, para hacer frente a la invasión árabe, proceso que pasados los siglos se calificó de Reconquista?

¿Qué puede afirmarse, igualmente, de la presencia en el Monasterio de San Martín de Turieno de Beato de Liébana y que este centro, en el corazón de Liébana, se convirtiera en foco cultural y religioso de su tiempo? Aunque se podrían citar otras referencias no menos trascendentes, la respuesta no puede ser más que afirmativa. Aunque la resistencia y los afanes de conquista tras a invasión árabe surgió de Liébana y del territorio de la antigua Cantabria, el protagonismo histórico de este proceso de siglos, como iniciadores del mismo, ha sido para Asturias. El llamado Reino de Asturias ha oscurecido la fuerza de todo lo que aconteció, que fue mucho, en la Liébana de este tiempo.  

Partiendo de que Asturias cuenta con un pueblo que ama su historia y manifiesta un orgullo por un pasado del que viene obteniendo evidentes rendimientos por esa vinculación al origen de hechos que ocurrieron en Liébana antes y después del 718, no puede extrañar que un periódico de prestigio como La Nueva España recordara hace unos años –en ese objetivo de asturianizar aun más la historia de este tiempo– que la última reina de origen asturiano fue Adosinda (774-783), casada con el rey Silo, hija de Alfonso I el Católico y nieta de don Pelayo y de Pedro, duque de Cantabria. Su influencia fue tan importante que logró que su esposo, el noble Silo, se convirtiera en cabeza del reino cuando el título de rey era electivo y no hereditario. Pero también hace casi medio siglo, apareció en el mismo diario un artículo con este expresivo título: “Alerta, asturianos, nos quieren robar a Pelayo”, a raíz de la aparición de un libro de Manuel Pereda de la Reguera con el título Liébana y los Picos de Europa.

No puede ni debe extrañar que existan trabajos de investigación histórica impregnados de un cierto patriotismo nacional, regional o localista. Existe aquí y en todas partes. Pero esta tendencia no puede ser obstáculo que impida que aspiremos –como es el caso– a elaborar una obra sustentada en el rigor desde la valoración de las fuentes documentales, conjugado con lo que dice la tradición, de este tiempo trascendental de la Historia de España y de su pasado en el que no debemos olvidar que cántabros y astures compartimos una historia común, en la que tan trascendente es la protagonizada por el pueblo de Cantabria como la asumida por Asturias, dos pueblos que, como en la época de la poderosa Roma, destacaron como núcleo indomable en defensa de la independencia.

En esta ocasión podemos invocar opiniones ajenas a Cantabria que no puedan ser acusadas de un sentimentalismo partidista, como la del antropólogo e historiador asturiano José Manuel Gómez-Tabanera García (1926-2011), miembro de número del Instituto de Estudios Asturianos, que en el libro sobre Alfonso II El Casto (1) del cronista oficial de Asturias, Constantino Cabal (1877-1967), páginas 531-537 escribe:

«Será pues el príncipe Ramiro, posteriormente Ramiro I, de donde arranque la línea dinástica destinada a prolongar durante doce siglos una Casa Real de las Españas representada hoy por don Juan Carlos, Soberano reinante y su hijo don Felipe, Duque de Cantabria, Príncipe de Asturias y de Gerona...».

Una afirmación exenta de partidismo localista ya que Gómez-Tabanera fue historiador y profesor de Antropología y Prehistoria de la Universidad de Oviedo. Mientras tanto, aquí en Cantabria se ha pasado prácticamente de puntillas sobre hechos contrastados, salvo excepciones honrosas de unos pocos escritores cuyas referencias quedan apuntadas en diferentes apartados de este libro.

Cuando Gómez Tabanera cita el título de Duque de Cantabria lo hace, a mi juicio, como una prueba de reconocimiento a una historia, que no es otra que la que nos dice que de Liébana surgió el primer reducto de réplica a la invasión. Y es cierto que el nombre de Liébana y de Cantabria desapareció del relato histórico. Esta pérdida de identidad sucedería algo más de siglo y medio después con la titularidad asturiana, al integrarse bajo la denominación de Reino de León, lo que irá sucediendo hasta alcanzar la unidad nacional a medida que se van integrando nuevos territorios que fueron perdiendo los invasores árabes. En consecuencia, la extinción de los nombres de Liébana y de Cantabria, como tiempo después del de Asturias, fueron por causa de una crisis de crecimiento en un proceso que, no olvidemos, duró ocho siglos.

Señala Gomez-Tabanera que con los monarcas del primer reino cántabro-astur se llegó, con el paso del tiempo, a la unificación dinástica que coincidió con la construcción nacional de España. En su trabajo publicado en el libro sobre el rey Alfonso II el Casto, destaca el protagonismo de la Dinastía surgida del tronco familiar del duque Pedro, todas ellas –Navarras, Borgoñas, Trastamaras, Austrias y Borbones– «posteriores a la de Cantabria», circunstancia que permite afirmar que la titularidad del reino desciende de los primeros monarcas de Cantabria que se suceden por línea ininterrumpida de padres a hijos o hijas.

Este reconocimiento general se recoge en los contenidos del dictamen de la Real Academia de la Historia de España (1916) que con claridad afirma que los “los orígenes de la nueva dinastía deben buscarse en la indómita Cantabria”, hecho al que debe sumarse que la participación lebaniega fue, además, en los campos de la cultura y la religiosidad con el protagonismo de Beato. En fin, una gran historia que por desconocimiento se desmerece entre las actuales fronteras de la comunidad cántabra.

Reitero lo que tantas veces he dejado escrito: todo pueblo que esté decidido a construir un brillante futuro no puede perder la memoria de su historia. Ya un pensador afirmó que «conocer el pasado es defender el presente» en lo que es una clave que nos dice que necesitamos saber de dónde venimos, para saber a dónde vamos. También podemos tirar de reflexiones más actualizadas como la que señala que «los pueblos que olvidan sus tradiciones pierden conciencia de sus destinos, y los que se apoyan sobre tumbas gloriosas son los que mejor preparan el porvenir». Conviene, por tanto, desarticular la desesperante amnesia colectiva que parece haberse puesto de espaldas a un pasado de heroísmo, abnegación y sacrificios, desde cuya virtuosidad se edificó el espíritu nacional y una identidad liebanense aportada a la historia de Cantabria.

En la combinación de las reflexiones apuntadas, sustentamos estos trabajos evocadores sobre una historia oculta y secuestrada, a pesar de las aportaciones de historiadores como Manuel Pereda de la Reguera con su obra Cantabria, raiz de España (reedición 2000) e Ildefonso Llorente Fernández con su título Recuerdos de Liébana (1883). La vinculación al territorio liebanense de la monarquía cántabra en la historia de España es mucho más que la simple evocación de pasados veraneos regios. Lo ha escrito Miguel Artola desde su rigor de historiador, al indicar que la dinastía cántabra se alargó hasta el año 1037, sucediéndose hijos y hermanos de reyes.

Eran los tiempos en los que el núcleo originario del primer reino estaba en Liébana hasta que se fue extendiendo hacia la zona de Asturias, fijándose la capitalidad en Cangas de Onís, entonces parte del territorio de la Cantabria antigua,  como reconoce el nada sospechoso historiador Sánchez- Albornoz. Y tan cántabra fue esa zona que, recordemos, los municipios de Rivadedeva, Peñamellera Alta y Baja fueron cántabros en el primer cuarto del siglo XIX; es decir, a efectos históricos hasta ayer mismo. En consecuencia, todo lo que a partir del siglo XIX se conoció como Reconquista tuvo sus inicios en Liébana y de la indómita Cantabria fue la primera dinastía a través de los hijos del duque Pedro, Alfonso y Fruela, como dejó probado la Real Academia de la Historia hace ya más de un siglo.

Mucho ha aportado Liébana a la historia de Cantabria: un territorio diferente, el valor y la resistencia de sus gentes o el carácter indomable frente a las invasiones, la última de los franceses en la conocida por Guerra de la Independencia. El académico y catedrático emérito de la Complutense, Ángel Sánchez de la Torre, hijo del que fuera gran lebaniego, Epifanio Sánchez Mateo, que tanto promocionó la educación y la religiosidad, dejó escrito que «no abundan en los documentos históricos de toda clase referencias directas y reveladoras sobre Liébana. Pero sí podemos conocer muchas cosas sobre Liébana, porque Liébana ha estado siempre donde está ahora. No sería posible desde luego empujarla o cambiarla de lugar. Además, Liébana ha estado siempre muy aislada y sin contacto intenso con sus vecinos» (1).

Finalmente, una acertada frase de nuestro sabio universal, Marcelino Menéndez y Pelayo, sirve como cierre de este epílogo: «Pueblo que no sabe su historia es pueblo condenado a irrevocable muerte. Puede producir brillantes individualidades aisladas, rasgos de pasión de ingenio y hasta de género, y serán como relámpagos que acrecentará más y más la lobreguez de la noche». Que conste

Últimos A debate: