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La "Nueva Frontera" yace en Arlington: medio siglo del asesinato de John F. Kennedy

Por JOSÉ RAMÓN SAIZ

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Iniciamos el mes de noviembre en el que se cumplen -el 22 de noviembre- medio siglo del magnicidio de Dallas que costó la vida al presidente Kennedy. Dicen los expertos en la presidencia de La Nueva Frontera que tendrá que transcurrir algunos años más para que se haga un juicio histórico mínimamente objetivo de John Fitzgerald Kennedy. Regularmente incluido en el reducido grupo de presidentes "más grandes" ("greatest") de la historia de los Estados Unidos, junto a los Jefferson, Lincoln, Washington o Roosevelt (Theodore y Franklin), el nombre de John F. Kennedy es recordado sistemáticamente por historiadores, periodistas y políticos, con independencia de ideologías, que evocan el año 1960, tras el triunfo electoral de Kennedy, cómo la encarnación de un gran cambio posible. Un nuevo mundo estaba naciendo con la era atómica y la apuesta por la carrera espacial, así como la globalidad de la "aldea universal" de que hablara MacLuhan, así como la irrupción de los medios audiovisuales de comunicación.

Fue -como se recordará- el 22 de noviembre cuando en la ciudad tejana de Dallas fue asesinado por uno o varios tiradores, a las siete y media de la tarde hora española, el entonces Presidente de los Estados Unidos, John Fizgerald Kennedy (1917-1963). A esa misma hora y en el año (2000) que se celebró el cuarenta aniversario de su elección como presidente de los Estados Unidos, visité su tumba en el cementerio nacional de Arlington que preside una llama inextinguible que recuerda a Kennedy y a su esposa, Jackie, que falleció en 1994.

En aquella jornada el cementerio de Arlington fue un trasiego constante de gentes hacia la tumba en la que yace el inspirador de la "Nueva Frontera", el programa con el que Kennedy ganó por ajustado margen al entonces vicepresidente Richard Nixon y con el que logró, fomentado por el hecho de su posterior asesinato, inspirar a todo un pueblo y a toda una generación de ciudadanos por encima de fronteras.

Fue precisamente Jackie, que contaba treinta y tres años cuando las balas de Dallas segaron la vida de su marido, la que eligió este gran cementerio nacional, en las afueras de Washignton, como el destino final del treinta y cinco Presidente de los Estados Unidos. Cuenta William Manchester en su libro "La muerte de un Presidente" que al día siguiente del magnicidio Jackie y su cuñado, Robert Kennedy, visitaron el cementerio para fijar el lugar de la tumba. Llovía intensamente y el frío era glacial. La viuda que asombró en aquellas horas al mundo, contempló en silencio durante quince minutos una pequeña colina del cementerio, mientras su séquito permanecía en silencio. Ciertamente había poco que decir. El hecho de estar mirando la tumba del presidente más joven de la historia de los Estados Unidos era aterrador. La propia Jackie, tiempo más tarde, confesaría a Manchester su recuerdo de aquél cuarto de hora en Arlington: "salimos del coche y anduvimos hasta la colina y, rápidamente, me di cuenta que aquél era el lugar adecuado". A una seña suya, un colaborador atravesó el césped y, señalando la hierba, hundió una estaca en el suelo. Su firme decisión tuvo un poder mágico: el lugar de la tumba estaba exáctamente en línea recta con el monumento a Lincoln. Aquél era el deseo de Jackie. Era el 23 de noviembre de 1963; hoy, ese pequeño espacio en la misma falda de la colina de Arlington, es también su tumba.

A estas alturas resulta sumamente difícil escribir algo mínimamente original sobre John F. Kennedy, pero su personalidad tan compleja y atractiva al mismo tiempo, aún resulta de una frescura incomparable a pesar de todo lo que ha caído de negativo en forma de aventuras amorosas y relaciones con algunas familias de la mafia. Un concepto como "carisma" ha perdido, desde los tiempos de Kennedy, buena parte de su lustre, pero es indispensable para llegar a comprender por qué ha dejado una huella tan indeleble. La famosa frase de su discurso inaugural - "no preguntes lo que tu país puede hacer por tí, pregúntate lo que tú puedes hacer por tu país" -, citada hasta la saciedad, encierra toda una filosofía y una utilización mágica de la palabra al servicio de una idea. Con la muerte de Kennedy, la frase que hizo poca era que con el magnicidio de Dallas "no sólo se segó la vida de un presidente, se mató la promesa", en aquellos ilusionantes años sesenta que fue también la década de los De Gaulle, Luther King, Kruschev y Juan XXIII.

De la Nueva Frontera que yace con su inspirador en el cementerio de Arlington, destacaríamos lo que supuso de clara ruptura con la presidencia del anciano Eisenhower, representante de la guerra fría. La Nueva Frontera significó un llamamiento a la inteligencia y la creatividad; la promesa de mayores sacrificios en vez de mayores seguridades; la búsqueda de nuevas áreas no exploradas de la ciencia y del espacio; problemas no resueltos de la paz y la guerra; restos inconquistados de ignorancia y prejuicios; cuestiones no solucionadas de pobreza y excedentes.. Como afirmaría en alguno de sus discursos más representativos "nuestra tarea consiste en demostrar que la insatisfecha aspiración del hombre por el progreso económico y la justicia social puede alcanzarse mejor si los seres humanos trabajan en el marco de unas instituciones democráticas..." para insistir en esta frase que resume su biografía: "un hombre hace lo que debe, sin importarle las consecuencias personales, los obstáculos, las presiones ni los peligros y éste es el fundamento de toda moralidad humana".

Fue Kennedy el primero en muchas cosas: en ser presidente tan joven, en ser el primer mandatario católico, en mandar en un país que llegó a la capacidad de destrucción total del enemigo, en iniciar el camino para llegar a la Luna, en encontrarse con adversarios para evitar la confrontación atómica, en dar un paso firme hacia el control de las armas nucleares, en superar la división racial caminando hacia la igualdad de derechos. Aquella frase del líder negro, también asesinado pocos años después, Martin Luther King, "he tenido un sueño", fue respondida con la misma frase por el presidente Kennedy para iniciar una política desconocida que superara definitivamente la segregación. También fue el primer presidente americano que murió en la flor de la edad.

El mito Kennedy tiene dos puntos favoritos de peregrinaje. Uno es el cementerio de Arlington, a la que acuden cada año seis millones de visitantes y que este 22 de noviembre volvía a estar animado bajo el sol otoñal pero con una temperatura de apenas unos grados sobre cero. El otro es un lugar de estudio y nostalgia a la vez: la biblioteca Kennedy, junto a la bahía de Boston. En la ceremonia de inauguración, el todavía senador demócrata Edward Kennedy dijo: "Los mil días de Kennedy pasaron como una ráfaga, pero jamás se olvidarán. La llama brilla aún. El viaje nunca acabará. El sueño no morirá jamás".

Los que recordamos aquél 22 de noviembre de 1963, podemos afirmar que la noticia del asesinato de Kennedy produjo en España una mezcla de miedo, desesperanza y tristeza por la desaparición de un presidente joven que la propaganda del régimen presentaba también como ferviente católico. La televisión - en blanco y negro - había instalado en la retina de muchos españoles la personalidad del presidente asesinado en sus casi tres años de presidencia. Fue la pérdida de un líder que proyectaba ilusión en los ciudadanos de muchos pueblos. Para todos fue, pues, importante el día que murió John F. Kennedy. La llama de su tumba sigue, cincuenta años después, inextinguible, temblando su lengua de fuego al aire frío de Washington que llega del río Potomac, cuando con sobrecogimiento cientos de personas dejan flores de esperanza para afianzar el deseo de otra "Nueva Frontera". De justicia y libertad, sobre todo.

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