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LA RESURRECCIÓN DE LA ATLÁNTIDA

Por GABRIEL ELORRIAGA

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La mitología imaginó la Atlántida como un continente rodeado por las aguas del océano. Quizá, en la deriva geológica que separó a Europa de América, las aguas del mar se precipitaron en la inmensa grieta oceánica que alejaría por los siglos de los siglos dos sectores de la humanidad, hasta que España volviera a juntarlas con sus galeones y su mestizaje. Desde entonces el mar iría evolucionando desde signo de lejanía a vínculo de unión. El vínculo atlántico, hoy suturado con los hilos de acero de la OTAN.

Toda la política exterior de España está inspirada en nuestro subconsciente atlántico o es un error estratégico. También su versión contemporánea, una vez superado el trauma del siglo XIX y su trágico final de 1898. La visita a España del presidente Eisenhower en 1959 fue el inicio de acuerdos bilaterales España-USA por encima de las diferencias políticas de aquellos tiempos en los que la llamada Guerra Fría exigía rearmar a Europa frente a una Rusia cuyo imperialismo se vestía con el disfraz rojo de Unión Soviética. Tras la Transición, el presidente Leopoldo Calvo-Sotelo se liberaría de los prejuicios izquierdistas y de la ambigüedad de Adolfo Suarez, incorporando España a la OTAN con una decisión que ensalza históricamente su figura, a pesar de su brevedad como puente entre dos tendencias partidarias. Le seguiría Felipe González que liberaría al socialismo de su costra marxista y despreciaría la retórica antiamericana como monserga demagógica, consiguiendo que el pueblo sentenciase en referéndum el impulso de Calvo-Sotelo. Apoyado en este atlantismo, diplomáticamente consagrado y popularmente aceptado, Aznar desarrollaría una política inequívocamente comprometida con Norteamérica paralela a la seguida por el otro imperio que siguió al español en el cultivo de la identidad trasatlántica: el Reino Unido de Gran Bretaña.

Este proceso natural se atascó con la gestión del más zafio de los presidentes del Gobierno, Rodríguez Zapatero, cuya política exterior, si puede merecer tal nombre su gesticulación, iniciada permaneciendo sentado ante la bandera USA, se disfrazaría de un europeísmo contrapuesto sin tener en cuenta que tal europeísmo no significaba otra cosa que la subordinación a una Francia débil, acomplejada y diplomáticamente desatendida.

El paso de los años permitiría ver como el falso europeísmo antiamericano de Zapatero derivaba en una cercanía a las autocracias y populismos que sobrevivían en las escombreras neocomunistas que soñaban con hacer retroceder Europa a las fórmulas autocráticas anteriores a la desaparición del Telón de Acero.

El actual presidente Pedro Sánchez emergió como un continuador del zapaterismo que imaginó viable circular por el mundo actual con unos gobiernos con ministros neocomunistas en sus entrañas, tan incompatibles con la mentalidad de la Unión Europea como con la de los países de la OTAN. Su juego por mantenerse en el poder a costa de admitir como cómplices a toda clase de personajes internacionalmente sospechosos le consagró como un socio poco fiable y como tal está siendo tratado, para desgracia de los españoles.

Con lo que no contaba él ni nadie es que Europa sería indirectamente agredida en la carne de Ucrania por un autócrata ruso, procedente del sovietismo pero ahora vestido de un imperialismo ortodoxo o casi zarista. Y con la urgencia del miedo a una presunta potencia militar respaldada por armas nucleares, esta Europa escéptica con una Alemania desmilitarizada y dependiente en su confort y en su economía de las importaciones de gas y petróleo rusos, tendría que resucitar una OTAN que parecía dormitar con algunos gestos expedicionarios fuera de su área. Un presidente norteamericano arengando a sus soldados por las fronteras polacas, respaldado por la Unión Europea y otras convergencias fuera de este vínculo, como Gran Bretaña, Suiza o Canadá, nos anuncia la resurrección de una mentalidad abierta a todos los vientos y a todas las orillas frente a un autoritarismo estepario, desfasado y estancado en la aguas de un mar que por algo se llama Negro. 

Putin, con mentalidad paranoide de faraón, debió creer que Europa era solo un apéndice menor, decadente y descreído de un colosal Continente Euroasiático donde se sentía un coloso temible frente a una tropa de países enanos. Pero esto no era cierto. Desde las columnas que proclaman “Plus Ultra” en el Estrecho de Gibraltar, desde Finisterre hasta Canarias y desde Londres hasta Islandia, está cosido un mundo que crece hacia el Oeste y que ningún sátrapa continental ni ningún populismo indigenista le harán ciar contracorriente de las mareas de la cultura de la libertad y el progreso. China también lo sabe y su economía está mucho más interesada en inundar los mercados libres que en complacer en su delirio a ese autócrata congelado por el autoritarismo que no es capaz de elevar el nivel de vida de su pueblo consumiendo la oferta de bienes que China fabrica. Se va a quedar solo, con su “operación militar especial”, mientras la OTAN ganará la guerra sin moverse de casa. Es la familia transoceánica de los grandes espacios líquidos, donde los atlantes montan guardia y donde Pedro Sánchez implora, fingiendo arrepentimiento desde su posición esquinada, que le perdonen el pecado de convertir a España en una isla energética y en un islote político. Ya no acierta ni cuando rectifica.

En Sevilla donde los archivos guardan los testimonios de la España atlántica y también las añoranzas de la máxima dimensión geográfica del socialismo felipista, renace, con el congreso extraordinario del Partido Popular, la esperanza de un día cercano en que podamos sentirnos sinceramente reintegrados en nuestro espacio doctrinal y estratégico que es el Atlántico. La sombra de la Atlántida que siempre resucita su mar de fondo para disolver los pies de barro de los falsos colosos continentales.

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